NOTICIA DE LAS COSAS MEMORABLES DE GUIPÚZCOA / PABLO GOROSABEL

LIBRO IX

DEL RAMO LEGISLATIVO Y JUDICIAL

CAPÍTULO III

DE LA JUSTICIA EN LA VIA ORDINARIA

Sección III

De la judicatura de los Alcaldes

/284/ La autoridad judicial de los alcaldes ordinarios de los pueblos de Guipúzcoa es, con respecto a la mayor parte de ellos, coetánea a la fundación de los mismos como villas. Se halla, en efecto, que sus cartas-pueblas, si no la declararon explícitamente, a lo menos la dieron por supuesta y establecida. Así lo hizo el memorable fuero antiguo de San Sebastián, con arreglo al cual se exigieron varias poblaciones de la costa de esta provincia; y no menos explicito fue el de Vitoria, matriz de otras de la misma, al determinar que no hubiese merino, Di sagón, sino un alcalde elegido por sus vecinos. Diferentes villas obtuvieron además con posterioridad declaraciones reales o cartas ejecutorias sobre la jurisdicción ordinaria de sus alcaldes, y las ordenanzas municipales de cada pueblo aprobadas por la Corona confirmaron y regularizaron esta atribución judicial.

Una de las villas que la alcanzaron fue la de Segura, a cuyo favor D. Fernando IV expidió en Toledo a 20 de Marzo de 1312 un privilegio, para que sus vecinos y moradores no pudiesen ser demandados sino ante la justicia ordinaria de la misma villa. La de Azcoitia obtuvo así bien igual merced a virtud del privilegio dado por D. Enrique II en Valladolid a 12 de Julio de 1369, del cual resulta que desde el tiempo de D. Alonso XI estaba en uso y costumbre nombrar cada año de entre sus vecinos un Alcalde que conociese de sus pleitos. Quiso que su jurisdicción se extendiese a la población de todo su término municipal, súplica a que accedió Su Majestad. «Hayades é pongades, dijo, de aquí adelante el dicho Alcalde en la dicha villa de cada año de los /285/  vecinos y moradores dende, para que vos libre é juzgue los pleitos que acaerecieren entre vos é los dichos vuestros bienes, casas, caserías, heredades, é devisas, que habedes é hubieredes en el dicho término é parroquia». Igual declaración hizo el Rey D. Juan II a favor de la villa de Tolosa por su albalá librada a 15 de Mayo de 1442. Vese, en efecto, que mandó por este documento «que sus vecinos y moradores) y los de sus vecindades) no fuesen demandados) ni acusados, ni juzgados, ni presos, ni prendados) ni ejecutados, sino es por el Alcalde ordinario de la misma villa, por sus jurados y ejecutores.» El privilegio en forma de esta merced se expidió por el mismo monarca en Cantalapiedra a 7 de Junio de 1443, así que una sobre-carta para su puntual ejecución en Estadillo a 28 de Junio de 1451. Consta igualmente que D. Alonso XI por otro privilegio dado a 6 de Junio de 1372 mandó que a la villa de Mondragón se le guardase el fuero que gozaba de Vitoria respecto de poner por alcalde con jurisdicción contenciosa a un vecino suyo. Se ve finalmente que por el privilegio de exención otorgado al valle de Oyarzun en Escalona a 26 de Junio de 1453 se dio facultad para nombrar cada año alcalde con jurisdicción civil y criminal, alta y baja, mero y mixto imperio, por quien fuesen juzgados los pleitos de sus vecinos y moradores, y no por otro alguno, fuera de los casos de apelación. En conformidad a todas estas disposiciones, se ve que las ordenanzas de la hermandad de la provincia suponen la existencia de los alcaldes ordinarios en los pueblos de ella, revestidos de la competente autoridad judicial.

Esta judicatura de los alcaldes de las villas que acabo de expresar, así como de las demás consideradas de antigua fundación, no se limitaba al término municipal propio de las mismas, sino que se extendía al territorio de las aldeas de su dependencia. /286/  Cuáles eran estas en lo antiguo queda expresado en la Sección II, Capítulo II, Parte III, y por consiguiente es claro que los alcaldes de las villas de Tolosa, Segura y Villafranca, cabezas de las jurisdicciones a que se agregaron aquellas, ejercieron la autoridad juridicial en un territorio de grande extensión. Por el contrario, aunque dichas aldeas conservaron su administración económica, los alcaldes carecieron del concepto de jueces propios, así en lo civil como criminal, y cuando más, desempeñaron en calidad de pedáneos de algunas funciones de justicia por delegación de los propietarios. De aquí se ve que los alcaldes ordinarios de la provincia revestidos de autoridad judicial en los tiempos antiguos eran veinte y seis. En este número estaban: Azcoitia, Azpeitia, Cestona, Deva, Eibar, Elgoibar, Elgueta, Fuenterrabía, Guetaria, Hernani, Valle de Léniz, Mondragón, Motrico, Orio, Placencia, Rentería, Salinas, San Sebastián, Segura, Tolosa, Usúrbil, Vergara, Villafranca, Villarreal, Zarauz y Zumaya. Las tres alcaldías mayores de Areria, Aiztondo y Sayaz componían otras tantas jurisdicciones, y el Señor de la villa de Oñate ejercía también la autoridad judicial en todo el territorio de la misma por sí o por medio de delegado. Así las cosas, diferentes pueblos dependientes de las citadas villas, a medida que fueron aumentándose y adquiriendo importancia, pretendieron su completa emancipación con el ejercicio de la judicatura propia é independiente por sus respectivos alcaldes. Consiguieron al fin sus deseos, no obstante la fuerte oposición que hicieron a semejante separación las villas de que dependían, como se expresó en el lugar antes citado; de manera que en los siglos últimos y principios del presente se crearon con Real autorización treinta y ocho nuevos alcaldes o jueces de primera instancia. En su virtud, puede decirse que todos los pueblos de alguna importancia quedaron /287/ regidos~on autoridad judicial local independiente.

Por lo que se ha manifestado antes se ve que la jurisdicción contenciosa de los alcaldes ordinarios de Guipúzcoa, tanto los antiguos como los modernos, era civil y criminal en la primera instancia. No era, sin embargo, privativa o exclusiva de todo otro juez, sino acumulativa o a prevención con el Corregidor de la misma provincia; de manera que, siendo en negocio civil o de aquella criminal, la parte podía entablar la demanda ante el Alcalde correspondiente, o bien en el juzgado del Corregidor. Si era en causa criminal formada de oficio de justicia, su conocimiento competía a aquel de ambos jueces que lo previniese con arreglo a las leyes generales del reino. Pero esta regla tenía una excepción respecto del Valle Real pe Léniz, compuesto del lugar de Arechavaleta y villa de Escoriaza, a cuyo Alcalde correspondía privativamente en primera instancia el conocimiento de los negocios civiles y causas criminales de sus vecinos y moradores. Consiguientemente, el Corregidor sólo podía ejercer jurisdicción en aquel territorio en primera instancia, cuando hallándose personalmente en él, hubiese prevenido el conocimiento, o que el Alcalde le hiciese la remisión voluntaria del negocio. El valle de Léniz alcanzó este privilegio en virtud de una Real provisión librada por el Concejo a 21 de Diciembre de 1558, a consecuencia de haber solicitado su incorporación al corregimiento de la provincia después de su reversión a la Corona. Semejante particularidad, no conforme seguramente con las condiciones con que el valle se había agregado a la hermandad de la provincia, dio ocasión a diferentes cuestiones, ya con esta misma, ya también con los Corregidores que se fueron sucediendo. Una de las más notables fue la causa criminal que el Corregidor Lope García de Varela formó en 1560 contra el Alcalde del valle Lope Ibáñez de Uribe, por haber impedido /288/ al merino practicar cierta ejecución de que había sido encargado. A pesar de esto, el Consejo con vista de autos libró en 19 de Diciembre de 1561 una sobrecarta, mandando que dicho Corregidor y sus sucesores en el oficio guardasen y cumpliesen al valle el privilegio de la primera instancia.

Tal era la organización judicial de esta provincia hasta el establecimiento de los juzgados de partido, o sea, de primera instancia, verificado en ella el año de 1841. En cambio de la desmembración de atribuciones que los alcaldes experimentaron a consecuencia de esta medida, fueron revestidos por las disposiciones modernas de la facultad de presidir los juicios de conciliación. Fueron autorizados también por ellas para conocer a prevención con el juez del partido, donde le hubiese, en juicio verbal y sin recurso a apelación de las demandas hasta la cuantía de doscientos reales. Hasta la publicación del Código penal en 1848 conservaron igualmente la atribución de conocer en igual forma de los negocios criminales sobre injurias y faltas livianas, así que, después de verificada aquella, de entender en primera instancia de los juicios de faltas en la forma prescripta por la ley provisional dictada para su ejecución. Pero esta última atribución ha cesado del mismo modo a consecuencia de haberse trasladado a los jueces de paz en virtud de una ley reciente. Resulta, pues, de todo que los alcaldes de esta provincia, como sucede con los demás del reino, no ejercen en el día función alguna del orden judicial, conforme al precepto constitucional.

Los juzgados de los alcaldes de esta provincia, cuando existían en el estado antiguo, eran servidos por los escribanos de número de los respectivos pueblos, de cierto número de procuradores en alguno de más importancia, y los alguaciles, prebostes o jurados. No tenían promotor fiscal permanente, sino que /289/  en cada causa criminal que se siguiese de oficio nombraba el alcalde por tal a uno de los procuradores, y en falta de éstos a un vecino de su confianza. Además, como generalmente los alcaldes no eran letrados, se veían precisados a elegir en cada pleito o causa criminal un asesor de esta profesión; elección que comúnmente ocasionaba cuestiones diversas, ya sobre su aceptación, ya sobre su recusación, ya sobre la fuerza obligatoria de los fal1os que propusiesen., De aquí los entorpecimientos para la pronta administración de justicia, el aumento de costas procesales, y la falta de aquella confianza. de imparcialidad en el procedimiento, que tan necesaria es en todo juicio. Por otra parte, los abogados que en las causas criminales y pleitos de pobres fuesen nombrados para dicho cargo, era natural se excusasen de aceptarlo, al considerar que su desempeño no les iba a producir sino ocupación, responsabilidad, y tal vez enemistad. Obligarles, pues, a que, abandonando los trabajos lucrativos de su profesión, admitiesen con tales peligros la asesoría, era ciertamente una cosa bastante dura; pero de todos modos, semejante obligación, por más justa que pareciese, nunca podía tener efecto sino es en los pueblos de su habitual residencia o domicilio. ¿Qué habían de hacer por consiguiente los alcaldes de aquellos donde no hubiese tales letrados, como sucedía en la mayor parte de la provincia? No había en estos fondos destinados ni medios para el pago de las costas procesales, y la provincia no hacía su abono sino en determinados y especiales casos, que después se expresarán. La consecuencia de todas estas dificultades y de tanto embarazo para proporcionar asesor no podía por lo mismo menos de ser la ocultación de muchos delitos, particularmente en las aldeas y otros pueblos de poca importancia, la impunidad de los malhechores, y el estado de perturbación permanente en la sociedad. En vista de estos males,  /290/ hay que confesar que el sistema antiguo de alcaldes legos con asesores letrados era poco conveniente para la pronta administración de justicia. Cualesquiera persona imparcial debe reconocer que su buen desempeño requiere grandes conocimientos del derecho civil y criminal, mucha práctica de los negocios, y una acción propia y desembarazada en el encargado de estas delicadas funciones.

De los antecedentes que existen en el archivo de la provincia se descubre la multitud de competencias de jurisdicción que tuvieron los alcaldes de ella con los demás Jueces de su territorio, en especial con los corregidores. Las cuestiones suscitadas con éstos procedían principalmente del doble carácter que tenían los mismos de jueces de primera instancia a prevención con los alcaldes, y de alzada al mismo tiempo de las providencias que dictasen estos últimos en los negocios de naturaleza civil. A esta complicación natural de organización judicial se agregaba la falta de una jurisprudencia bien definida a que poder atenerse en las dudas. De aquí resultaba la advocación de los negocios por los corregidores, con retención de los expedientes que iban a su tribunal en apelación de autos interlocutorios para su continuación en primera instancia, después de resuelto el punto que había motivado este recurso. Tampoco faltaron casos de presentación personal de reos procesados por los alcaldes, ante los mismos corregidores o en sus cárceles, a pretexto de injustos procedimientos de parte de los primeros, con la consiguiente advocación de las causas pendientes en los juzgados de éstos. Semejante conducta de los corregidores era a todas luces improcedente, como lo declaró la Real Chancillería de Valladolid por medio de diferentes resoluciones, cuyas ejecutorias conserva la provincia. Citaré algunas de ellas como las más notables, y que formaron en cierta manera la jurisprudencia de esta /291/ materia en la provincia, libradas todas en expedientes formales de competencias. 1ª Una a favor del alcalde de Usurbil, a 7 de Octubre de 1588. 2ª Otra a 30 de Julio de 1600, al de Salinas. 3ª La de 20 de Noviembre de 1649, al de Zumaya. 4ª Por último otra en 10 de Junio de 1672, al de Ormáiztegui. Consiguiente a éstas y otras varias Reales declaraciones unánimes, quedó establecido que los corregidores no pudiesen dar para los alcaldes ninguna inhibición perpetua ni temporal, sin que por apelación se llevase el proceso a su juzgado, alegasen y concluyesen conforme a derecho.

No fueron menos frecuentes las cuestiones que tuvieron los alcaldes de la provincia con los corregidores sobre la forma en que aquellos debían remitir al juzgado de estos los expedientes en apelación de los autos interlocutorios. A la verdad los alcaldes se resistieron constantemente a hacer semejante remesa originalmente, por el doble motivo de evitar la pérdida o extravíos de los documentos presentados y de no dar lugar a la advocación de las causas por los corregidores. Por el contrario, éstos propendieron en cada ocasión a separar a los alcaldes de la prosecución de los negocios que habían prevenido, apremiándolos con multas al envío de los autos originales. Las controversias que ocurrieron en esta diversidad de miras parece se hicieron notables por los años de 1730, siendo Corregidor de la provincia D. Miguel de Isunza y Quintanadueñas. De aquí las contestaciones que tuvo este con las Juntas generales de los años inmediatos, los requerimientos que se hicieron por acuerdo de las mismas sobre la observancia de la jurisdicción de los alcaldes, y las gestiones que se hicieron en la Corte contra las intrusiones de aquel funcionario. Su resultado fue una concordia celebrada entre el sucesor de éste y la provincia en 1737, dirigida a determinar los casos en que debían remitirse /292/  los autos en compulsa y los en que hubiese de hacerse originalmente.

Esta concordia consta de nueve capítulos, por medio de los cuales se trató de evitar para lo sucesivo disputas y litigios como los que hasta entonces habían ocurrido. Al mismo tiempo se quiso conciliar por ella el ejercicio de la jurisdicción civil y criminal, que por fuero y Reales resoluciones correspondía a los alcaldes en primera instancia, con el del grado de alzada, que por iguales títulos competía a los Corregidores. Su texto se halla inserto al final del suplemento de la recopilación foral, formando un capítulo añadido, con la aprobación dada por el Consejo de Castilla mediante Real provisión expedida a 19 de Octubre de 1745. Una de sus disposiciones era concerniente a la admisión de los reos o procesados que por vía de apelación se presentasen personalmente ante el Corregidor, con la consiguiente remesa de autos originales o en compulsa a su tribunal, según la distinción de ser ejecutivos o no. Parece que esta disposición produjo en muchos casos efectos enteramente contrarios a los que se habían propuesto sus autores. La práctica introducida en el juzgado del Corregidor fue a la verdad de admitir a los reos en presentación personal, y expedir despacho para la remesa de autos con la cláusula de según concordia. Al fin, si la providencia de los Corregidores se hubiese concretado a esta medida, no hubiera habido motivos fundados de agravios y quejas de parte de los alcaldes; pero no pudieron mirar con indiferencia el que a los presuntos reos se señalase villa y arrabales por cárcel, y que aun se les diese permiso para volver a sus pueblos libremente. La provincia trató de evitar semejante escándalo, así que el descrédito de sus alcaldes, y aunque para su remedio se celebró en 1781 con el Corregidor interino una concordia adicional a la anterior, no obtuvo la aprobación del Consejo Real.