Lurralde inves. esp.

23 (2000)

p. 147-169

ISSN 1697-3070

 

LOS PAISAJES DE DEHESA EN FUNCIÓN

DE SU MANEJO Y EXPLOTACIÓN

 

 

© José Manuel RUBIO RECIO

Universidad de Sevilla

 

Laburpena

Dehesa-paisaiak beren erabilera eta ustiapenaren arabera

Agerian utzi nahi da dehesa fenomenoa, lehenik eta behin, askotarikoa dela, betiere ezaugarri komun batzuk egon arren.  Hori, labur esanda, honako hauen ondorioa da: alde batetik, penintsulako mendebaldean eta hego-ekialdean –dehesaren esparru klasikoak– desberdinak dira oinarrian duten ingurune fisikoaren konfigurazioak; dehesa Salamancako probintziaren iparralderaino iristen da, eta hegoaldetik Cadizeraino, eta ekialderantz ere egiten du Toledo eta Ciudad Real probintzietan barna. Desberdintasun fisikoen ondorioz, landare espezie batzuk ager daitezke batzuetan, eta ez besteetan, eta ekoizteko orduan jokabideak berak ere desberdinak izan daitezke. Bestalde, bere ustiapenean eta erabilera sistemetan izan daitezkeen alternatibek ere eragin dezakete dehesa fenomenoa askotarikoa izatea; kontu hori funtsezkoa da ustiapen mota hau izateko orduan, eta lotura zuzena du jabe bakoitzaren jarrerekin –boluntarismoa–, haren ahalbide eta planteamendu finantzarioekin, baina horiek merkatuaren egoeraren mende egon ohi dira, eta merkatuaren jokabidea nekez kontrola daiteke, edo ezin da kontrolatu.

Gako-hitzak: dehesa, Gaztela-Leon, Extremadura, Andaluzia, Gaztela Mantxa.

Resumen:

Se pretende poner de relieve que el fenómeno dehesa tiene, en primer lugar, una gran variabilidad, aunque siempre dentro de unas determinadas constantes. Ello se debe, de forma sintética, por un lado, a las distintas configuraciones del medio físico que la sustentan en el oeste y suroeste peninsulares, marco clásico de la dehesa, que en su desarrollo se extiende hasta el norte de la provincia de Salamanca, mientras que por el sur alcanza la de Cádiz y se internan hacia el este por las de Toledo y Ciudad Real. Las diferencias físicas se traducen en la ausencia o presencia de unas u otras especies vegetales o incluso de sus comportamiento productivos. Por otro lado, la variabilidad del fenómeno dehesa resulta así mismo de la combinación de las distintas alternativas que pueden concurrir en su explotación y sistemas de manejo; cuestión clave en la razón de ser de este tipo de explotación, relacionada de forma directa con las actitudes de cada propietario -voluntarismo-, con sus disponibilidades y planteamientos financieros, insertos en unas determinadas coyunturas de mercado cuyos comportamientos son difíciles, cuando no imposibles, de controlar .

Palabras clave:  dehesa, Castilla-León, Extremadura, Andalucía, Castilla La mancha, paisaje.

 

0 INTRODUCCIÓN: UN ECOSISTEMA MEDITERRÁNEO INTERVENIDO POR EL HOMBRE

Escribir algo nuevo sobre la dehesa me parece un tanto quimérico, tras el interés científico que desde muchos ámbitos ha despertado este viejo sistema de explotación en la segunda mitad de nuestro siglo. La bibliografía con que documentaremos nuestras observaciones de campo, como geógrafo y naturalista de la vieja escuela, es una levísima muestra que responde a nuestros intereses particulares, en los que se mezclan la curiosidad histórica, por un lado, y la valoración ecológica, por otro. Si acumulásemos sólo las citas, posteriores a 1950, que aparecen en las obras reseñadas, obtendríamos varios centenares más de referencias.

En sus siglos de existencia, la dehesa ha sido el producto de un éxito humano alcanzado de forma empírica. Desde mi punto de vista, el hombre ha logrado crear un tipo de explotación del que, aunque con las naturales variantes, obtiene, sin excesiva artificialización en un medio relativamente pobre y hostil, unos determinados productos y rentabilidades; y lo hace mediante la utilización de unos potenciales naturales, aproximándose a su funcionalismo natural, respetándolos, intentando su perpetuación en el tiempo.

Ese intento de mantenimiento ha sufrido, en bastantes casos y por circunstancias que se analizarán más adelante, quiebras que han reducido la dimensión espacial que tuvo la dehesa en el pasado, pero que no por ello le restan tanto que le merman la trascendencia que aún tiene.

Lo que el biogeógrafo valora hoy de la dehesa, como hecho más importante, es la conservación del patrimonio natural, que con ese sistema de explotación, -llevado de modo adecuado, claro está-, se logra a lo largo del tiempo, así como, por qué no, su eficiente manejo productivo. A este aspecto se suma un valor añadido, que acrecienta la dimensión espacial de la dehesa, como es el hecho de formar parte o ser, aun con sus modificaciones antrópicas, un ecosistema poco alterado del mundo mediterráneo, que, como tal, juega un papel importante no sólo por sí mismo, sino como eslabón del mundo migrante de la región o imperio paleártico. En este sentido, se contempla incluso si esa fauna alada migratoria y parte de la vegetación del matorral mediterráneo han coevolucionado. Pero ese no es nuestro tema.

El reconocimiento de esa realidad, además de su trascendencia a lo largo de nuestra historia, es la que ha movido a científicos de unos y otros campos a desvelar su génesis y funcionalismo temporal y espacial. Funcionalismo que, de poco tiempo a esta parte, se ha desdoblado, puesto que, si siempre ha interesado el económico o sociopolítico, hoy también lo hace el ecológico, que en el fondo es el que de alguna manera, intuido por nuestro antepasado, aseguró la creación y la persistencia del sistema dehesa.

Al titular este trabajo Los paisajes de dehesa en función de su manejo y explotación, pretendo poner de relieve que el fenómeno dehesa tiene, en primer lugar, una gran variabilidad, aunque siempre dentro de unas determinadas constantes. Ello se debe, de forma sintética, por un lado, a las distintas configuraciones del medio físico que la sustentan en el oeste y suroeste peninsulares, marco clásico de la dehesa, que en su desarrollo se extiende hasta el norte de la provincia de Salamanca, mientras que por el sur alcanza la de Cádiz y se internan hacia el este por las de Toledo y Ciudad Real. Las diferencias físicas se traducen en la ausencia o presencia de unas u otras especies vegetales o incluso de sus comportamiento productivos. Por otro lado, la variabilidad del fenómeno dehesa resulta así mismo de la combinación de las distintas alternativas que pueden concurrir en su explotación y sistemas de manejo; cuestión clave en la razón de ser de este tipo de explotación, relacionada de forma directa con las actitudes de cada propietario -voluntarismo-, con sus disponibilidades y planteamientos financieros, insertos en unas determinadas coyunturas de mercado cuyos comportamientos son difíciles, cuando no imposibles, de controlar.

Para explicar la realidad que vemos hoy, es necesario contar, además, con la huella que pueden haber dejado actuaciones del pasado, de las que podemos tener o no testimonios documentales. La falta de éstos nos sumerge en deducciones a partir de indicios botánicos o edáficos más o menos hipotéticos.

1. LA DEHESA COMO SISTEMA GEOGRÁFICO

Para iniciar la aproximación al paisaje de dehesa podemos partir de una definición, más o menos simplificada, que nos permita con posterioridad su partición en distintas subunidades de paisaje. Si consideramos la dehesa como un sistema, cabe decir que, a su vez, puede ser analizada como conjunto de subsistemas (Campos Palacín y Naredo, J. M., 1988).

Se trata de una explotación multiproductiva (Cuadrado Ibáñez, M., 1997), asentada en el oeste y suroeste peninsular, sobre suelos pobres y poco desarrollados, en general ácidos, donde imperan condiciones climáticas semiáridas mediterráneas de transición; sobre topografías desde llanas a onduladas, nunca agrestes, destaca su vocación forestal, basada en el aprovechamiento de las quercíneas, especies predominantes entre las que destaca la encina, que no presentan su densidad natural, puesto que han sido aclaradas o ahuecadas por el hombre hasta dejar de existir en ciertos casos. Cuando ello ocurre, el matorral espontáneo se convierte en elemento forestal de sustitución. No obstante, lo que el hombre busca es la creación de herbazales, para un aprovechamiento predominantemente ganadero -ovino, bovino, cerda y cabrío sobre todo- en régimen extensivo. Si el suelo y la topografía lo permiten, pueden ponerse en práctica cultivos de turno largo y ocasionales tipo roza. Este carácter multiproductivo es, en la mayoría de los casos, complementario, en cuanto que tiende, por un lado, a la obtención de productos diversos y, por otro, a prácticas que revierten beneficios al sistema natural para su mantenimiento o perpetuación.

Todo ello es realizado y mantenido con la introducción en el sistema de energía generada de modo directo o indirecto por el hombre, a través de unas actividades culturales. Ahora bien, anticipemos antes de pasar a otros extremos que esas labores culturales pueden desde hacerse bien a no hacerse o hacerse sólo en parte. Lo que en los dos últimos casos sería igual a hacerlo mal. El llevarlas a cabo está condicionado, de un lado, por el ya citado voluntarismo y, de otro, por la coyuntura de los costes que conllevan. Además la relación coste-beneficio en muchos casos se distancia en el tiempo. ¿Cuándo se va a amortizar, por ejemplo, la construcción de unas cercas?, o ¿cuándo va a rendir beneficios el cuidado para la renovación o reposición de los pies arbóreos?. Los beneficios de la eliminación del matorral se obtendrán a lo largo de unos años, pero habrá que vigilar de continuo el rebrote de cepa para eliminarlo. Es evidente que el comportamiento del propietario puede tener decenas de variantes, que se materializarán en cada caso en el paisaje de la dehesa

 (Tabla I).

Piénsese que la dehesa se configura así, con carácter general, en un mosaico paisajístico, de comportamiento fenológico variado de unos años a otros. Y dado que nos movemos en un macroconjunto espacial que va desde poco más al norte de la provincial de Salamanca a Cádiz y desde la frontera portuguesa a la longitud del oeste manchego, ese mosaico responde no sólo a las variantes topolitológicas, sino también a las climáticas que son notorias; todo lo cual aumenta mucho el número de variables que se pueden dar en la dehesa, sólo desde la óptica de la combinación de circunstancias naturales.

A estos aspectos ha de sumarse el hecho de que la voz "dehesa" no tiene carta de naturaleza definitoria para las estadísticas. Quizás, aunque cualquiera pueda hablar de ella, es tan variada o puede presentar fisonomías tan diversas que en unos casos se la asimilaría a bosque, otras a matorral; también a pastizal o a cultivo con árboles e incluso casi a erial. De ahí que las estimaciones sobre su extensión difieran de unos autores a otros. Así, Ortuño, F. y Ceballos, A. (1977) nos dicen, que, a finales de los años 70, 1.300.000 Has corresponden a dehesas o cultivos agrícolas con encinas. Diez años después, bien es cierto que con otra óptica, Campos Palacín, P. y Naredo, J.M. (1987) estiman, añadiendo al criterio anterior el de superficie con pastos y matorrales, que lo ocupado por las dehesas puede llegar a 7.500.000 Has sobre las que se instalan algo más de 9.000.000 de cabezas de ganado reproductoras equivalentes, que se descompondrían en 45,6% de bovinos, 43,7% de ovinos, 9,2% de cabrío y 1,5% de porcino (gráfico 1).

De todo ello resultan, en última instancia, las notables diferencias entre unas dehesas y otras. Así, y aun cuando sean comparables como sistema antrópico, son apreciables las existentes, por ejemplo, entre una dehesa salmantina y otra de la sierras del Algibe gaditanas; o entre las del Andévalo onubense y las de la Siberia extremeña. Y respondiendo a ello, la "inventiva del ganadero, en estos sistemas de gran variedad estructural, con diversas comunidades intercaladas, es muy amplia" (Parra, F., 1988). Es más: yo diría que tiene que serlo y con una gran versatilidad. Pura y dura estrategia hacia el funcionamiento interno y pura y dura estrategia hacia el funcionamiento externo, el comercial, que, aunque no lo tratemos, es de igual forma importante y condicionador.

1.1. Subunidades de paisaje en la dehesa

Al margen de los aspectos generales, el sistema dehesa puede descomponerse, a nivel interno, en diferentes subsistemas con entidad propia. Señalemos, para comenzar, que el espacio dehesa está reticulado por una red de drenaje, con arroyos, en general estacionales, pero cuyas vaguadas tienen suelos algo más ricos y profundos de lo habitual por los aportes de ladera y de los propios cauces, así como un potencial hídrico mayor que los interfluvios de la red. Si esas vallonadas son amplias y tendidas, en ellas se procura el desarrollo de los pastizales más abundades, raleando los pies arbóreos hasta, en muchos casos, ser inexistentes. Estamos en los llamados vallicares, bonales (San Miguel Ayans, A., 1994) o badenes (Díaz Pineda, F., 1987).

En relación con este subsistema se articula el correspondiente a las laderas, que pueden descomponerse a su vez en lomas y llanos, cuando aquéllas se prolongan por superficies sensiblemente planas (Cuadrado Ibáñez, M., 1997), que tienen densidades arbóreas variables y que culminan en los llamados a nivel local cerrillos (Díaz Pineada, F., 1987). El promedio de pies arbóreos adultos por hectárea suele situarse en torno a los 40 ó 50, número que suele aumentar o disminuir en función de las características del terreno y del cuidado de que son objeto. Digamos que este subsistema es el que ocupa mayores extensiones y, por consiguiente, ofrece mayor variabilidad interna, aunque sólo sea por la combinación de fenómenos naturales, desde variaciones en las pendientes y en el sustrato hasta la presencia de asomos rocosos. En este contexto, los suelos suelen ser más pobres, pero si la pendiente es suave estamos en un espacio en el que, para conseguir pasto y eliminar el matorral, se puede laborear en "hojas", al "tercio" o al "cuarto", creando así los llamados posios. En ellos se llega a controlar de forma paulatina la vegetación arbustiva y subarbustiva y, con el manejo adecuado del ganado, la estabilización del pastizal. Pasados unos años puede ser necesario repetir el ciclo, aunque muchas veces el simple pastoreo en tiempos y carga adecuada mantiene el pasto sin leñosas durante bastantes años.

Más allá de los condicionantes impuestos por el clima y las características de cada espacio, cuartel o cerca, determinar cuáles son los tiempos y la carga adecuados es pura sabiduría empírica del mayoral o encargado de la dehesa. Esto es lo que no está escrito, ni será fácil de escribir. Es un saber al que el científico ha de acercarse con toda la humildad del mundo, para sólo intentar comprender. Quizás puedan construirse unos modelos de simulación -los llamados juegos de estrategias-, con los que se intente reproducir la realidad de las posibilidades operativas del mayoral frente al terreno de juego, que funcionará según las variables meteorológicas del año. Aunque perfeccionásemos el modelo de juego, yo, como escéptico, preferiría las decisiones del mayoral.

El subsistema descrito es el que configura el tipo de dehesa que podríamos llamar "limpia", cuyo mayor problema, visto desde fuera, es la ausencia de renuevos arbóreos. El arbolado, al envejecer, irá perdiendo pies sin que haya ejemplares de reposición. ¿Quién va a dedicar jornales y atención a tener un vivero de plantones y a trasplantar según la norma que transcribo?:

"11         La fosa ha de ser como de una vara de profundidad, y tan espaciosa que entren las raíces sin compresión ni violencia: la tierra del fondo ha de estar muy desmenuzada y mullida; y después de puesto el árbol se terraplenará, cubriendo bien las raíces, ciñendo el árbol de modo que el viento no lo mueva, abrigándole con la tierra hasta lo más alto que se pueda, cavando la de alrededor, para que también sirva de estorbo a que las reses se acerquen a los árboles nuevos.

"12         En los montes que pasten ganados, se arrimará a cada árbol una estaca bien metida en tierra, y se atará con él por tres o cuatro partes con mimbre, o cosa que no pueda cortarle la corteza, para que los vientos no lo muevan; y demás de este arrimo se le rodeará con espinos, zarzas, árgomas, o cosas semejante que desvíen los ganados".

Esto se decía en la Ley XXII de 1748, "ordenanza para la conservación y aumento de los montes de Marina", entre los que se cita a las dehesas y como árboles primeros robles, encinas, carrascas y alcornoques (libro VII. Título XXIV. Novísima Recopilación, 1975).

Mas volvamos al subsistema en el que estábamos. A los cerrillos, espacios bien aireados, suele subir el ganado en busca de descanso y de que el viento disminuya la molesta carga de insectos que se acumulan en las zonas bajas. Su permanencia se traduce en un mayor acúmulo de deyecciones que va enriqueciendo el suelo, lo que se traduce a su vez en la aparición y desarrollo de un pasto rico -un atractivo más-, convirtiendo esos espacios en los denominados majadales (San Miguel Ayanz, A., 1994).

Otras veces las laderas culminan en cabezos abruptos, con rocas aflorantes y pendientes superiores al 20%, en los que se conservan, más o menos alteradas, manchas de vegetación espontánea de quercíneas y matorral, sobre las que el hombre actúa en escasa medida y el ganado sólo utiliza de forma ocasional. Se trata de un subsistema pobre, desde el punto de vista económico, pero rico, si se contempla desde la óptica ecológica, en cuanto área de conservación del patrimonio vegetal natural y refugio de fauna. Si su dimensión es grande, la componente faunística puede ser susceptible de explotación cinegética. En dehesas de sierra, lo que acabamos de describir como instalado en simples cabezos puede pasar a ocupar extensiones mayores, las llamadas manchas, que son refugio y lugar de descanso de la caza mayor.

Entre los tres subsistemas -vallicares, llanos y cerrillos- hay interacciones, mejor, quizás, transferencias, en cuanto que, por efecto de la gravedad y escorrentía, se produce transporte de materia inorgánica de las partes más altas a las más bajas.

2. LABORES CULTURALES PARA EL MANTENIMIENTO PRODUCTIVO DE LA DEHESA

Las circunstancias físicas, biológicas y de mercado varían con el tiempo; y lo mismo que el biogeógrafo o el ecólogo hablan de que en la Naturaleza hay o se funciona, por razón de los cambios interanuales, con un equilibrio dinámico, quien dirige una dehesa tiene que tender a lograr ese mismo estado ideal. Vuelve a ser muy fácil decirlo, pero ¿y realizarlo con acierto?.

Con frecuencia hemos hecho uso de la palabra manejo. Y es que se maneja el espacio, para manejar el ganado; se maneja al ganado, en cuanto a selección de especies, carga y temporalización del pastoreo; se manejan las masas arbóreas y arbustivas; y se maneja el suelo, en distinta medida, según los fines que se persigan. Con mayor o menor perceptibilidad, esos manejos, que no son sino las labores culturales para el mantenimiento productivo del sistema, se materializan en los paisajes de la dehesa. Recorrámoslos.

Recuerdo una visita, hace ya demasiados años para decir cuántos, a una serie de dehesas en Burguillos del Cerro (Badajoz), muy bien llevadas, por cierto, en las que un elemento de la estructura y del paisaje de la dehesa se me reveló primero como incómodo, puesto que tuve que abrir y cerrar -o saltar- innumerables cercas y, después, al explicarme su funcionalidad, adquirieron otro sentido. Tenían y tienen tales cercas una doble o triple misión: las periféricas son simples defensas y límites de la propiedad y las interiores se trazan limitando unos cuarteles de uso o de pasto, para su mejor utilización y aprovechamiento a lo largo del ciclo productivo de cada uno de los espacios así individualizados; cuarteles que, además, facilitan el manejo del ganado, puesto que elimina gran parte de las tareas cotidianas y continuas de arreo y vigilancia del ganado, al que, por otra parte, se le reducen desplazamientos erráticos innecesarios y consumidores de energía.

Como prueba de su utilidad, se me comentó que, cuando se va a realizar la transacción de una dehesa, constituyen una cuestión básica, aparte de las dimensiones, bien para el vendedor que hace alarde de la abundancia de cercas y cuarteles en su finca o bien para el comprador que, si no se le da el dato, pregunta cuántas cercas tiene la dehesa. La abundancia de las mismas era y es un factor favorecedor para un precio alto, mientras que su falta obliga a la baja.

En aquella época, años 50, todavía las cercas eran construcciones que se hacían de piedra seca, a veces con algún retoque de argamasa y, en ocasiones, eran y son verdaderas obras de arte, en las que para su construcción el tiempo no contaba. Se contrataba la obra sin otras consideraciones. Hoy son una reliquia, mejor o peor conservadas, en muchos casos arruinadas, que todavía se materializan en los paisajes de las dehesas como elemento definitorio, siendo sustituidas de forma paulatina por las menos visibles cercas de alambre de espino.

Ganado ovino, bovino, cabrío y de cerda, en distintas combinaciones, tienen sus papeles marcados en la explotación de la dehesa. Unas veces por tradición, otras por vocación y otras por coyuntura. la presencia del ganado mayor, que reviste también variabilidad, desde el de lidia a los de carne del país o de razas más o menos seleccionadas, se detecta con facilidad, aunque no esté a la vista. Las copas de las encinas, con su forma semiesférica, están en su base como cortadas a cincel, a una misma distancia del suelo, que podemos fijar entre los 2,25 a 2,50 m. Es la altura que alcanzan los bóvidos al ramonear, pues gustan combinar su dieta de forraje herbáceo con los brotes de las encinas que además, en períodos de penuria, por necesidad, son la única alternativa.

Sobrecarga y pastoreo son prácticas que saltan con rapidez a la vista del atento observador en el simple aspecto del pastizal. Así, la aparición de claros en el pasto o de senderos escalonados y anastomosados, próximos al trazado de las curvas de nivel, en las laderas, son indicadoras de sobrepastoreo de ovinos y caprinos que, además, atacarán a los renuevos o plantones jóvenes de las quercíneas eliminándolos o malformándolos. La sobrecarga y sobrepastoreo del ganado de cerda puede dar lugar al levantado del suelos e inutilización del pasto, de la misma manera que lo hacen los jabalíes.

2.1. Multiplicidad de labores a expensas del arbolado

Numerosos son los aspectos específicos de una dehesa, en relación con las tareas que en ella son habituales. En este sentido, y en lo tocante al arbolado, no podemos olvidar que ante cualquier masa arbórea de una dehesa estaremos frente a un paisaje fabricado, que el hábito nos lo hace ver como natural y nada más lejos de la realidad. Rarísimo será que encontremos árboles sin manipular o que hayan crecido sin la intervención humana directa o a través del ganado. Y todo ello prescindiendo de que, en muchas dehesas, de arbolado mixto en origen, el hombre haya favorecido a determinadas especies, convirtiéndolas en dominantes en perjuicio de las otras.

La gran propiedad y gran explotación de orientación ganadera es el tipo de finca en la que el mantenimiento del capital arbóreo cuenta con condiciones más favorables, salvo que una necesidad de capital, con urgencia, impulse al propietario a una obtención del mismo a base de cortas masivas de madera o leña, con riesgo de pérdida de pies arbóreos. Cuando esas mismas fincas simultanean la práctica agrícola y ganadera, los riesgos aumentan, porque el árbol es un obstáculo al laboreo y una merma de espacio. El laboreo, además, tiende a no respetar los posibles renuevos.

En cualquier caso, el arbolado protege y secuencia los pastos y es fuente de madera, leñas, frutos, corcho, curtientes y ramón, como alimento ocasional no despreciable. Algunos de estos usos no entrañan riesgo para el árbol, pero otros sí, en cuanto que deben ser hechos con mesura, amén de que en el régimen de explotación hay que prestar atención a su mantenimiento y regeneración. Así, la obtención de madera y leña es más lesiva, si se hace con abuso y no se compensa con una atención que es la más difícil de procurar, cual es la de cuidar la regeneración.

En suma, sobre la masa arbórea se ejercen labores diversas. Poda para dar forma; poda para obtener leña; poda de limpieza y mantenimiento; poda para mejorar la producción de bellotas o, en los alcornoques, corcho. En la práctica, estas labores se entremezclan, mientras que en otros tiempos estuvieron bien reglamentadas y su realización vigilada. Al mismo tiempo, se ordenaba la reposición, hasta tal punto que si se cortaba un árbol por el pie había que reponerlo plantando tres, como así consta en la Novísima Recopilación (ed.1975). Diciéndonos la misma fuente que la Justicia arbitrará el limpiar, desbrozar y componer los árboles viejos o nuevos. Y que para proveerse de la leña necesaria, sólo pueden aprovechar las ramas dejando en ellas "horca" y "pendón", por donde críen, medren y se mantengan. O sea, manteniendo una rama bifurcada y otra recta y más o menos vertical. Aunque podamos encontrar encinares así podados, hoy no es lo frecuente. Ello daba árboles con copa ovoide y sin el tronco grueso, deforme, que hoy domina. La "horca" y el "pendón" habían de ser las ramas más gruesas y principales, favoreciendo el crecimiento de la copa hacia arriba.

El sistema así propugnado se rompe: primero, por la ambición de mayor volumen de leña o madera lo más gruesa posible, se desmocha el árbol de sus ramas mayores; segundo, para facilitar ulteriores podas con menos esfuerzo, se dejan las ramas tendidas, más próximas a la horizontal.

De esta suerte, las cicatrices de las grandes ramas son una vía de pudrición del duramen del árbol, que, como mecanismo de defensa, engorda monstruosamente la albura. Se configura así un tipo de árbol que quien no esté familiarizado con el tema considera el prototipo de la encina informadora del paisaje de la dehesa, cuando lo que está viendo es un individuo deforme, aunque capaz de sobrevivir siglos.

Hay podas en la actualidad que nos muestran unas caricaturas de árboles, y me sigo refiriendo a encinas, en los que del tronco grueso y deforme, que se interrumpe con brusquedad a los más o menos tres metros de altura, arrancan en la horizontal tres o cuatro ramas tortuosas y raquíticas, también casi desmochadas, de las que acabarán por brotar, si les dan suficientes años para ello, las copas semiesféricas citadas. Se trata de una poda salvaje, que crea paisajes de árboles fantasmagóricos, que, durante años, producirán escaso fruto y poca leña, pero que han rendido un mayor ingreso por la corta de esta última, sobre todo la primera vez que se hizo de forma tan drástica, a costa de un capital cada vez más empobrecido.

Una dehesa de alcornoque recibe otras atenciones. Por lo general, hay una mayor densidad de pies. La esbeltez natural del árbol se fomenta en las podas eliminando ramas secundarias o adventicias. Todo va en prosecución de una mejor crianza del corcho. Ha de pensarse que en una dehesa de alcornoque y con un precio de mercado de tipo medio el corcho puede ser incluso la primera fuente de ingresos y actuar el resto del sistema de modo complementario. Sin que olvidemos, por supuesto, la necesaria dimensión.

Es Pearson (1966) quien transcribe una vieja pero sustanciosa cita de un tal Russel Smith, escrita en 1916, en el artículo de cabecera del primer número del Geographical Review y que dice: "Si yo pretendiera ser desahogada y permanentemente rico, buscaría para ello base firme en la tranquila posesión de algunos miles de acres de suelo portugués (lo que sería igual para el occidente hispano) con buena plantación de alcornoques y encinas, con producción de corcho y cerdos".

Quejigos y fresnos son sometidos al mismo tratamiento brutal que las encinas en cuanto a poda y, como ellas, más o menos a la altura antedicha del tronco son descabezados. Los fresnos incluso lo pueden ser en su totalidad, pues tienen una gran capacidad de regeneración.

En el mantenimiento del arbolado juega un papel fundamental la cría o engorde de cerdos en pleno campo en régimen de semilibertad. Su alimentación a base de bellotas repercute de forma favorable en quercíneas y, sobre todo, en encinas, especies que producen no sólo las cosechas más copiosas, sino las bellotas más apetecidas, frente a robles y alcornoques, de interés secundario. La montanera, como así se conoce a este aprovechamiento, de rasgos muy bien descritas (Esteban Collantes, M. y Alfaro, A., 1951-55), presenta en estos momentos un carácter comercial. Hay que tener en cuenta que, por lo general, se manejan piaras con centenas de individuos, que se venden para sacrificar industrialmente tras el período de engorde en el campo. Su práctica depende, por tanto, de la existencia de dehesas con arbolado adecuado. Dehesas que, por otra parte, pueden soportar otros usos, siempre que se hagan con la debida ordenación y turno.

2.2. La escasa productividad del matorral

El elemento del sistema dehesa que pudiéramos llamar más incómodo, en lo tocante al manejo, es el matorral, del que hoy no se obtiene, en la práctica, beneficio sustancial. Lentiscos, cornicabras, madroños, jaras, brezos, diversas leguminosas como las retamas, codesos, genistas, aulagas o tojos, junto con labiadas como el tomillo, romero, cantueso o la alhucema, se adueñan del espacio inutilizándolo como pastizal y sin ofrecer nada a cambio, como no sea la protección del suelo.

Estas especies dificultan, cuando no impiden, la regeneración de la masa arbórea. Son las triunfadoras cuando el hombre no las limita. Ensucian las dehesas y disminuyen casi a cero sus aprovechamientos. Y si su dominio se materializa, al mismo tiempo que desaparecen los árboles, estamos ante un espacio inútil por completo desde el punto de vista humano.

Si en una pendiente, tras de talas y labores desafortunadas, se reduce al mínimo el ya escaso suelo de nuestras penillanuras, el matorral se adueña del espacio, siendo para siglos la vegetación potencial. Porque siglos habrían de pasar para que la regeneración del suelo y un área fuente de semillas próxima permitieran la iniciación de la sucesión que nos llevase de nuevo a un bosque. Y espacios hay con el nombre heredado de dehesa -que lo fueron en mejores tiempos-, que son improductivos matorrales; incluso, a su vez, degradados por sucesivos fuegos provocados, en busca del pastizal inmediato al incendio. Y si estamos en pendiente, el empobrecimiento se acentuará por nuevas pérdidas del suelo. Ni siquiera el matorral superior será capaz de colonizar y el espacio aparecerá dominado por la presencia de la retama (Lygos sphaerrocarpa), indicadora de máxima degradación y empobrecimiento del suelo.

Ejercer un control para que esos procesos no se produzcan es laborioso y costoso. En otras épocas, el matorral se rozaba o descuajaba gratis contra la cesión temporal del espacio rozado para una o dos cosechas o para la utilización de la leña como combustible en caleros o en los hornos de pan. Además, siempre había gente que necesitaba combustible y podía así obtenerlo sin pago, beneficiando al dehesero.

Hoy eso es impensable. Hay que buscar otras soluciones. Y, como son costosas, no todo propietario las lleva a efecto. En primer lugar, hay que descajuagar y labrar, intentando llevarse las matas de raíz, para evitar en la medida de lo posible el rebrote. El que, inevitablemente, se produzca a partir de semilla es más fácil de eliminar en labores subsiguientes. Después hay que hacer una siembra. Puede ser de algún cereal o leguminosa, incluso de alguna pratense, que se cosechará o no según el año. Tanto en un caso como en otro, servirá de alimento para el ganado y aportará algo de riqueza orgánica al suelo.

Al año siguiente, el ganado introducido ejercerá un cierto control sobre el matorral brotado, pero nunca de manera suficiente. Tras un cierto tiempo, dos o tres años, habrá que reiterar la labor y poco a poco el matorral irá perdiendo entidad, pudiendo llegar a desaparecer con el simple control del ganado.

Pero ¡ojo¡: la capacidad de dispersión de las semillas de algunas cistáceas es grande y la presencia de un área fuente próxima puede ralentizar el proceso de limpieza, haciéndolo más costoso. Estoy pensando, en concreto, en Cistus salvifolius, como colonizadora muy agresiva.

Si la topografía y profundidad del suelo lo permiten, una dehesa de pasto y labor puede pasar sólo a labor. Si bien en un primer momento ello no era fácil, el desarrollo de la mecanización generalizada y la disposición de abonos químicos sin dificultad lo han hecho posible en aquellas dehesas que reunían condiciones.

El mantenimiento de los árboles en las mismas constituye un lujo poco o nada necesario, aunque, a veces, se los conserve, pero siempre sin la opción de la regeneración. Con el tiempo, por circunstancias naturales o de la mano del hombre, irán cayendo pies arbóreos, como cayeron por abuso en innumerables dehesas boyales, que, en la Clasificación General de los Montes Públicos de 1959, se consideran "rasas"; es decir, incluso sin matorral o leñosas, como se dice que tienen otras en la misma fuente. En efecto, son innumerables las que se citan cubiertas de lentiscos, madroños o cornicabras en el mejor de los casos; y por jaras o simples tomillos en el peor.

Los topónimos "dehesa", "millar" y "quinto" los encontramos por centenas sin que respondan a una realidad funcional. Son hijos del pasado.

3. LA EVOLUCIÓN DE LA DEHESA

3.1. El voluntarismo del propietario

La dehesa se encuentra condicionada en su vivir por fuerzas interiores y exteriores, que unas veces van a favor del mantenimiento del sistema y otras juegan en su contra. Los cambios coyunturales se producen con ritmos, en general, más rápidos que las adecuaciones a ellos que se pueden realizar en la dehesa. El propietario se ve sometido a esas presiones y sus decisiones entrañan riesgos y, vuelvo a insistir, siempre estará condicionado por sus disponibilidades financieras o, dicho en otros términos, liquidez.

En esta aproximación, estoy pensando en propietarios que hacen de la dehesa su medio de vida, sin otra alternativa. Sus posibilidades de actuación varían, claro está, y, en parte, dependen también de las dimensiones espaciales de la dehesa. Porque no puede actuar lo mismo el propietario de 300 que el de 1.000 Has. Sus márgenes de maniobra son distintos. Mientras uno ingresa para la simple supervivencia y está en un umbral de precariedad, el otro, bien administrado, dispondrá de reservas. También es evidente que la extensión no juega sola; hay que tener en cuenta la topografía y la calidad del suelo, puesto que 1.000 has situadas en un terreno abrupto y rocoso de sierra pueden ser más difíciles de rentabilizar que 300 sobre un espacio afable con suelos desarrollados.

No podemos tomar en consideración, aunque participen en la conservación de las dehesas y sus paisajes, el caso de aquellos propietarios que, viviendo de otros ingresos, la mantienen como bien raíz que no pierde valor y actúan sobre ella de modo más o menos caprichoso. Un caso más es el del gran propietario, que lo es de más de una dehesa u otra propiedad agrícola y que opera con ellas de forma complementaria.

En cualquier caso, hay un transfondo común, cual es el del voluntarismo del propietario que decide y lo hace desde una determinada mentalidad y ante unas circunstancias coyunturales. El propietario, en su particular escala y situación, toma verdaderas decisiones de política económica con respecto al espacio que maneja, de las que no tiene que responder, pero sí se inscriben el paisaje y quedan como testimonio.

La casuística se nos muestra inmensa y a ella responde la variedad paisajística que nos podemos encontrar en cualquier recorrido que hagamos por nuestras penillanuras o aledaños sureños. Es una variedad que también es riqueza o, como diríamos ahora, ejemplo de diversidad.

Esa diversidad, sin embargo, pienso que en las dehesas sólo se logra mientras en ellas sobreviven, como elemento configurador, las especies arbóreas. Al desaparecer éstas, puede mantenerse el topónimo, pero la realidad dehesa ya no existe.

3.2. El significado jurídico-administrativo de la dehesa

Si bien el término dehesa remite en la actualidad a un sistema de explotación, sobre extensiones medias a grandes, con una estructura paisajística determinada, no ha sucedido así en épocas históricas, en cuanto que el suyo era una significado jurídico-administrativo.

En efecto, la palabra dehesa se acuñó y aplicó a unas situaciones concretas de aprovechamiento de espacios a defender -defesas, y luego dehesas- frente a otros usos. Tales espacios eras terrenos defendidos y al nominarlos así adquirían una categoría adminstrativa.

Dehesar fue, entonces, proteger, pero es claro que se hizo en distintas direcciones: protección de propiedad, protección frente a otros usos, protección frente a derechos de uso. O sea, protección de intereses, con independencia de los terrenos de que se tratase. En origen, pues, el término dehesa tuvo carga y sentido exclusivamente legal y, sólo más adelante, por simple abandono de su operatividad, se desliza al de la nominación de unos espacios, con unos determinados usos que se combinan de manera aleatoria, según circunstancias muy diversas.

La adquisición de dicha categoría administrativa se obtenía por concesión real y su uso parece arrancar del reinado del Alfonso X, aunque fuera algo que, en buena lógica, se practicara antes. Lo que ocurrió fue que el monarca citado le dio cuerpo legal al recogerlo en el Fuero Real (Cárdenas, F.. 1873-75).

Se establecía así la prohibición de cerrar campos -defenderlos-, al menos sin real licencia. Aunque también existía la norma de que los concejos, en sus cartas de población o fundación, podían acotar o adehesar un terreno a razón de tres aranzadas por cada yunta que poseyesen los vecinos y no más. Estos espacios fueron desde entonces las llamadas dehesas boyales, cuya importancia es notable y persistente en el tiempo, puesto que a finales del S. XIX todavía Costa, J. (1815) nos dice que la Reseña Geográfica del Ministerio de Fomento de 1888 registraba no menos 960.000 Has de aprovechamiento común, ocupadas por dehesas boyales.

La funcionalidad de crear estos espacios era la de mantenerlos defendidos frente al derecho generalizado de los ganados transhumantes, a los que se denominaba Cabaña Real, de pastar en cualquier espacio que no fuera plantío. Pero ello no impedía que, además, se originasen en otros espacios lo que Caxa de Leruela (1975) llamó adehesamientos usurpados y que bien pudieron tener su origen en movimientos populares o por iniciativa de señores, nobles o instituciones con jurisdicción territorial.

En cualquier caso, nos interesa poner de relieve que el adehesamiento o lo adehesado era de poca extensión, en relación al conjunto de los pastizales disfrutados por la Cabaña Real; e insisto en el término de Cabaña Real y no en el Mesta, porque aquélla acogía en su regazo monárquico y gremial a la totalidad de ganados y ganaderos del reino, migratorios y transtermitentes, locales y travesíos (García Martín, P., 1990). También me gustaría añadir aquí que mucho de lo adehesado entonces no tiene hoy el carácter de dehesa en el sentido actual de la palabra, al igual que terrenos antaño no adehesados hoy pueden ser modelos de dehesas.

 

3.2.1. De la Recoquista a la desamortización

Durante los siglos finales de la Reconquista se fue generando un modelo de uso del espacio, en función de una serie de exigencias y de circunstancias: escasa disponibilidad de hombres para repoblar; grandes espacios a dominar; ventajas de los ganaderos por razón de su poca exigencia de mano de obra, lo que liberaba individuos para la lucha contra el árabe; rentabilidad por la demanda de lana en el mercado europeo; y menor riesgo de pérdida en caso de incidencias bélicas. Y todo ello se hizo, favorecido desde la Corona, con privilegios que lesionaban o impedían el desarrollo de actividades agrícolas.

Al mismo tiempo, la población asentada fue creciendo y no sólo necesitaba más tierra, sino el derecho a usarla según su conveniencia, sin tener que respetar unos usos tradicionales de pasto; tierras destinadas al pasto de los ganados que fueron incluso objeto de protección por una norma medieval (Cárdenas, F. de, 1873-75), que obligaba, a perpetuidad, a no romper ni cultivar esas tierra. Es claro que la norma no se acataba y se violaba con harta frecuencia, lo que se tradujo en el hecho de que en épocas posteriores - a lo largo del reinado de los Austrias- se promulgasen en diversas ocasiones Leyes y Resoluciones para que se redujesen a pasto todas las dehesas roturadas y puestas en cultivo en los años anteriores a la publicación de cada normativa. Incluso, más adelante, con Fernando VI, en 1748, también se ordenó "no se hicieran rompimientos de dehesas" (Cárdenas, F. de, 1873-75).

 De esta forma iba surgiendo, y cada vez con mayor pujanza, otra forma de vivir. Merece la pena seguir los avatares de esa lucha, a lo largo de los siglos posteriores a la terminación de la Reconquista, hasta que, en el S. XIX, con la desarticulación de la Mesta, por un lado, y la Desamortización, por otro, se invirtió el dominio entre ambos modelos, sin que el ganadero llegara, por supuesto, a desaparecer, pero sí sus privilegios.

De este enfrentamiento surgirán los paisajes rurales de nuestra España contemporánea. Enfrentamientos con muchos vaivenes, en los que un elemento del paisaje de la dehesa ha salido casi siempre perdedor: el árbol. Concejos y gobiernos se preocuparon de su conservación y regeneración a través de multitud de normas, como las que, con carácter general, se recogen en la Novísima Recopilación (ed., 1975) o en normas particulares en distintas Ordenanzas Municipales, entre las que pudieran servir de muestra las de Zalamea La Real (Huelva), que, promulgadas en 1535, protegían de manera minuciosa encinas, quejigos y fresnos, reglamentando cortas de madera o leño, que debían estar perfectamente justificadas. Ni que decir tiene que había penalizaciones para el que vulnerase las normas (López Gutiérrez, A. et al., 1994).

Y a pesar de estas y otras disposiciones que intentaron favorecerlo, y en algunos casos lo lograron, el árbol ha tenido siempre en contra su ciclo biológico muy largo. En cambio, durante siglos, hubo otro elemento al que la legislación e incluso la práctica consuetudinaria dedicaron toda su atención: las hierbas.

El árbol fue desapareciendo por cambio de uso, por mal uso o por abuso, pasando a ser con frecuencia un componente secundario de las dehesas; importante en relación, entre otros usos, con la montanera en las explotaciones ganaderas; también en las municipalidades o concejos en los que todo el término era comunal, si se tiene en cuenta que, si bien éste solía aprovecharse al tercio, una parte del mismo se mantenía como "dehesa encinal, donde cada vecino engordaba a su cerdo" (Costa, J., 1915). En este caso, lo adehesado con encinas cumplía una función para la economía familiar de autoabastecimiento, que afectaba a un sector no despreciable de población. En esta línea cabe comentar la significación arbolado-montanera en las dehesas del Andévalo y Sierra Morena onubenses, donde la ganadería porcina tuvo -y sigue teniendo- notable importancia cuantitativa (Nuñez Roldán, F. (1978). Tal es así que en distintos ayuntamientos durante el S.XVIII se opusieron, en múltiples ocasiones, al rompimiento de la montanera. Para el de Aracena, la encina era, en 1716, un aprovechamiento de primer orden, proyectándose la siembra de bellotas en muchos pagos. Hechos como éstos eran muestra, en opinión de Nuñez Roldán (1978), del enfrentamiento entre los transhumantes de la Cabaña Real y los locales, tanto ganaderos como agricultores; y de como las fuerzas que ejercían poderes se inclinaban en distintos sentidos.

 Frente a ello, en las dehesas de labor la eliminación del arbolado fue cuestión de años, caso sobre todo de las del común, donde aquél sucumbía con relativa rapidez ante las necesidades de un vecindario creciente. En última instancia, los árboles pudieron quedar confinados a los linderos. La dehesa de La Serena es un claro ejemplo de la presión soportada por las especies arbóreas. Con sus 250 millares, fue objeto de un desmonte paulatino, que comenzó cuando los pueblos que la circundaban exteriorizaron en torno a 1760 la necesidad que tenían de tierra de labor. Perteneciente en origen a la Orden de Alcántara, en ese año era propiedad de la Corona y, por ello, recibía el nombre de Real Dehesa, estando encomendado su gobierno a un "conservador", que, en uso de sus facultades, permitió a los pueblos colindantes romper, siempre por un mismo sitio, la décima parte de cada millar para labor, quedándose las otras nueve para pasto, con imposición de severas penas a quienes roturasen de más (Agundez Fernández, A., 1955). Se iniciaba así un proceso que no se detuvo en el décimo de cada millar y que lleva a decir, a quien hace hoy la recreación del viaje de las merinas, a lo largo de la cañada real segoviana, al penetrar en el valle de La Serena, que "el paisaje cambia bruscamente: perdemos las dehesas de encinas que se tornan en estepas..." (Terés Landete, J., en García Martín, P. et al., 1992).

Desde mediados del S. XVIII, incluso antes, los transhumantes mesteños de la Cabaña Real empezaron a llevar las de perder frente a los embates de agricultores e incluso de los ganaderos estantes o riberiegos. El modelo tradicional se fue quebrando. En este sentido, a partir de esas fechas, el proceso o procesos roturadores, en muchos casos, no tuvo en consideración el arbolado o lo mantuvo de modo testimonial, sin capacidad de renovación y haciendo de él uso y merma ocasional para leñas. Sabemos como la disposición de 1793, recogida en la página 569 de la Novísima Recopilación de 1805, supuso que en los diez años siguientes se roturasen en la Tierra de Cáceres casi 20.000 fanegas de tierras pertenecientes a dehesas particulares (Melón Jiménez, M.A., 1989).

Así mismo debe quedar claro que la documentación refleja no sólo lo apuntado, sino también, y de manera reiterada, la importancia primordial de las hierbas. Nos lo muestra el quizás más exagerado privilegio promulgado en favor del Honrado Concejo de la Mesta en 1633, por el que ordenaba la devolución al pastoreo de todas las dehesas roturadas desde 1590, se prohibía cerrar las tierras concejiles de aprovechamiento pastoril y se designaban comisiones reales para realizar un informe sobre la situación agraria y evitar todo acotamiento de hierbas (Novísima Recopilación, 1975).

Son éstas el bien más preciado, aunque también existieran normas que, por otra parte, las favorecían para el mantenimiento del arbolado y control del matorral o la periodización del pastoreo. En relación con ello, resulta expresivo que en el término de Cáceres se elaborarsen los llamados Libros de Yerbas, de los que el primero se publicó en 1731 (Pereira Iglesias, J.L., en Ruíz Martín, F. y García Sanz, A. Edas., 1998) y quizás el último, esta vez con autor, en 1909 (Villegas, A., 1909). Este libro no es, como nos dice de los anteriores, más que un listado descriptivo, muy ilustrador, de las dehesas existentes en el término de dicha ciudad. Estimo, como evidente, que las más de 500 registradas en el de 1909 no han de responder a fincas que fueran "defesas" en su momento, sino al tipo de explotaciones que con el tiempo asimilaron la vieja denominación, pero sin su carga jurídico-administrativa. Y es de destacar que las dehesas allí registradas, con una extensión global de algo más de 305.000 fanegas, se describen y agrupan según sus modalidades de uso en: de puro pasto, 81; de pasto y labor, 175; de pasto y montanera, 82; de pasto, labor y montanera, 76 y de corcho, 107.

Frente a este modelo, aparece una realidad provincial con rasgos específicos. Se trata de la constituida por las dehesas salmantinas, cuya génesis se remonta a los siglos XVII y XVIII y que responde a otras pautas. Su existencia se vincula al fenómeno de despoblación territorial y posterior configuración de grandes propiedades, que se desarrollaron como prototipo de explotación ganadera extensiva, bajo lo que se ha dado en nominar monte hueco (García Zarza, E., 1978).

En el ámbito comprendido entre las provincias del SW peninsular y Salamanca, sobre medios físicos con bastantes similitud y con circunstancias que propician la gran propiedad, se ha producido lo que los geógrafos, para otros hechos más mecanicistas, llamamos una convergencia de formas, en cuanto que hay una semejanza de sistema de explotación y creación de paisajes y una apropiación de un nombre -dehesa- que aquí, en ningún caso, tiene trasfondo jurídico-administrativo de "defesa". Otra cosa es que, en algunas de estas dehesas salmantinas, las situadas unos kilómetros al norte de la ciudad, en tierras calmas, hayan derivado a una explotación agrícola dominante, con una cada vez menor significación de la componente arbórea.

De este modo, partiendo de situaciones primigenias de monte o bosque mediterráneo, más o menos "hueco" se fue pasando a campos agrícolas, sin árboles, a matorrales de distinto jaez y porte y a desertizados y pseudoestepas, que hoy persisten y podemos contemplar en muchos espacios peninsulares (Huguet del Villar, E., 1925)

Una evolución como la expuesta quizás pueda considerarse como una de las materializaciones de las teorías individualistas de Jovellanos, que se tradujo en la derogación de las Ordenanzas de Montes y Plantíos de 1748, así como en otras disposiciones referentes a la propiedad forestal privada (Muñoz Goyanes, G., 1983). En el texto de dicho decreto se disponía:

"1º: Se derogan y anulan en todas sus partes todas las leyes y ordenanzas de montes y plantíos, en cuanto conciernan a los de dominio particular; y en consecuencia los dueños quedan en plena y absoluta libertad de hacer de ellos lo que más les acomode, sin sujeción alguna a las reglas y prevenciones contenidas en dichas Leyes y Ordenanzas.

2º: Los dueños tendrán igual libertad para cortar sus árboles y vender sus maderas a quien quisieren, y ni el Estado, ni Cuerpo alguno, ni persona particular podrá alegar para estas compras privilegio de preferencia o tanteo u otros semejantes, los cuales queden también derogados, debiendo hacerse los contratos por concenciones enteramente libres entre las partes...

4º: Queda desde ahora extinguida la Conservaduría General de Montes...".

Ello se producía por decreto de las Cortes Generales y Extraordinarias de Cádiz de 14 de enero de 1812.

3.2.2. De la desamortización a la relevancia de la dehesa a mediados del siglo XX

El proceso destructivo de muchos espacios arbolados con quercíneas mediterráneas a las que, salvo al alcornoque, se veía de utilidad mínima, fue reforzado por la política desamortizadora del siglo pasado en sus vertientes señorial, eclesiástica y civil. En opinión de Viñas Mey, C. (1993) y Tomás y Valiente, F. (1971), más allá de muchos de los desaciertos de la desamortización en su conjunto, la civil supuso, en lo referente al tema que se trata, una nueva merma de espacios adehesados y de monte hueco, que pasaron a ser agrícolas. A ello ha de sumarse la política autárquica de ese mismo siglo, con sus innumerables roturaciones inadecuadas y consiguiente desaparición no sólo del "vuelo", sino del suelo, incapaz de regenerarse a posteriori.

Reconocidos por algunos los excesos y malos resultados de las políticas anteriores, se empezó a cambiar la tendencia roturadora desarrollada tras la desarticulación de la Mesta, del proceso desamortizador y del ideario autárquico. En ello desempeñó un papel destacado la creación de la Escuela de Montes, en 1848, y la primera obra importante emprendida por ésta: la Clasificación de los Montes Públicos exceptuados de la Desamortización, en 1856.

Mas si bien la Escuela de Montes se mantuvo, creando profesionales, el organismo público que debiera gerenciar el manejo de lo forestal ha tenido una vida discontinua y sus actuaciones han sido sectoriales, en cuanto a la conservación de las especies arbóreas peninsulares.

Antes incluso de la constitución de la Escuela de Ingenieros de Montes (1833), se había creado la Dirección General de Montes, de vida efímera al ser suprimida por Espartero durante sus años de regencia; institución que no reapareció hasta 1928, de la mano de Alfonso XIII, con la denominación añadida de Caza y Pesca Fluvial, para volver a ser suprimida dentro del Ministerio de Agricultura.

En él eran dos los organismos que se ocupaban de los montes, dentro de los cuales pudieran estar las masas arbóreas de las dehesas. Se trató de la Subdirección del Patrimonio Forestal y del Distrito Forestal, que tenían actuaciones digamos complementarias. Pero lo que quiero destacar es que los intereses de ambos se polarizaban en torno a un patrimonio forestal, por un lado y a unos montes, bajo la óptica forestal, por otro. En buena lógica primaba lo forestal, aunque las dehesas parecen no haber formado parte de ello, a pesar de que se imbricaran de alguna manera, en cuanto que tenían masas arbóreas.

Ante la posible pregunta de si las dehesas son montes, la contestación no sería fácil. Si buceamos en la documentación pertinente, la ambgüedad al respecto es notable. En la Clasificación de Montes Públicos.... de 1859 y en el Catálogo... de 1901 nos encontramos con que las dehesas registradas son innumerables. Pero si revisamos la obra de Díaz de la Riva, A. y Guerra Librero y Arroyo, G. (1963), que recopila la legislación, jurisprudencia, comentarios y concordancias sobre montes municipales, públicos en general y de particulares, no hallamos más que una sóla vez, en un texto de más de 900 páginas, y de manera circunstancial, la palabra dehesa. Ello nos indica que, en la práctica, a lo largo de más de un siglo no mereció la más mínima atención legislativa.

La desatención que se detecta es, por otro lado, comprensible, ya que, si exceptuamos los alcornoques, las restantes quercíneas que pueblan la dehesa no son especies maderables y, por lo tanto, no tienen la rentabilidad tradicional de un bosque. Esas especies no son merecedoras entonces de una normativa legal y sí, sólo, de alguna referencia a su cuidado.

Con ello quiero llevar al ánimo del lector que los propietarios o usuarios de dehesas han operado con la masa arbórea que las configura con libertad casi absoluta. Es más: me arriesgaría a afirmar que, desde el proceso desamortizador hasta la segunda mitad de nuestro siglo, cuando la desehsa se convierte en lo que pudieramos llamar un bien ecològico a conservar, los aprovechamientos se hicieron en ellas sin legislación que los limitase o favoreciese.

Durante el S.XIX y primera mitad del XX, la Administración, orientada por los técnicos de Montes, sintió preocupación por el patrimonio forestal, ignorando o castigando, salvo excepciones, otros aprovechamientos que colisionasen con lo forestal. Ello quedó reforzado por las subsiguientes publicaciones de los Catálogos de Montes de Utilidad Pública, como el de 1901. Avanzando en el tiempo hasta 1962, en el artículo 35 del reglamento de Montes, publicado el 28 de febrero de dicho año, se decía textualmente: "el pastoreo en los montes se realizará de forma que sea compatible con la conservación y mejora de los mismos... En caso de montes cubiertos de arbolado se dará preferencia absoluta a las exigencias selvícolas". Nunca algo sobre dehesas.

En cambio, sí nos encontramos en el otro extremo de la organización de la vida rural hispana: atención a pastos y, si bien no de modo explícito, a las dehesas. En el Reglamento de Pastos, Hierbas y Rastrojeras de enero de 1954 (Nieto, A., 1954), en el que se nos habla de las necesidades de pastos que tienen los pequeños agricultores y ganaderos, para las que persistían las soluciones arbitradas por la normativa consuetudinaria, se dice, de forma textual, que, al margen de las mismas, quedaban, entre otros casos, "las fincas dedicadas de modo expreso a explotación ganadera cuyo número de cabezas de ganado fuera igual o mayor del que tuvieran los vecinos del municipio". En suma, nuestras dehesas.

No obstante, a mediados de nuestro siglo, algunos ingenieros de montes comenzaron a llamar la atención, directa o indirectamente, sobre la relevancia de las dehesas y de ciertos de sus aprovechamientos, como, entre otros, Ceballos, L. y Martín Bolaños, M. (1930), Martín Bolaños, M. (1943) y Romero Candón, L. (1959). Es este último el que precisa y detalla más la serie de atenciones que necesita y da valor a una dehesa orientada a la producción de ganado de cerda, en cuanto a labores sobre el matorral y manejo del arbolado. Respecto al texto de Martín Bolaños, de 1943, sólo decir que en nuestros años de formación fue una pequeña biblia, que nos abrió los ojos a la realidad de nuestros encinares. Y de la mano del que escribió con Ceballos, nos adentramos en unos paisajes de dehesa bastante distintos de los de Extremadura, los gaditanos.

Será unas décadas más adelante cuando la dehesa se pondrá de moda como objeto de estudio científico, por los mismos años que en las universidades españolas se creaban las primeras cátedras de Ecología. Aquélla se convertía en un paradigma de espacio manejado por el hombre con fines productivos, conservando buena parte de su patrimonio natural. Aunque entonces no se dijo, porque el término no estaba acuñado, que la dehesa era un buen modelo de desarrollo sostenible y su análisis podía y necesitaba un enfoque pluridisciplinar, como así se materializó, sin que faltasen múltiples estudios personales desde campos distintos.

***

En resumen, a través de los múltiples textos que abordan el fenómeno dehesa, tengo la sensación de que el término en cuestión ha ido alcanzando, a lo largo del tiempo, una carga semántica más rica. Sin perder la de espacio defendido, ha adquirido la de sistema de explotación. Que para el transhumante no tenía otro horizonte que el pascícola, el pasto, la hierba. No así, posiblemente, para el ganadero estante o riberiego, que lo veía de otra manera, al poder racionalizar y compatibilizar lo ganadero y pascícola con lo agrícola y, en su caso, con lo forestal. No tenía como el transhumante una obligatoriedad o condicionante absoluto pastoril; podía combinar usos. Tenía flexibilidad. De ahí, insistir en algo que he reiterado y reitero: que el propietario de la dehesa era, y es, el que en última instancia decidía, y decide, el aprovechamiento a primar, así como el manejo consiguiente. Por lo tanto, los paisajes actuales de las dehesas son el producto del voluntarismo de sus propietarios.

 

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©José Manuel Rubio Recio, 2000.