Lurralde :inv. espac.

N. 31 (2008)

p. ***-***

ISSN 1697-3070

LURRALDE

LA EPIDEMIA DE DIFTERIA EN LODOSA (1895)

Recibido: 2007-01-10
Aceptado: 2007-03-12

© Francisco FEO PARRONDO

Universidad Autónoma de Madrid
Departamento de Geografía
28049 Madrid
E-mail: francisco.feo@uam.es

Resumen:

La epidemia de difteria en Lodosa fue una de las muchas que afectaron a Navarra, a España y a la totalidad de Europa a lo largo del siglo XIX: cólera, viruela, gripe, sarampión, fiebre amarilla, tifus, etc., elevando las tasas de mortalidad, especialmente si coincidían con años de malas cosechas. En Lodosa la difteria atacó, sobre todo, a niños/niñas de menos de seis años causando pocas víctimas gracias a la seroterapia.

Palabras clave.- Epidemia, difteria, Lodosa, Navarra, Geografía médica.

Abstract:

The Lodosa diphtheria epidemia (1895).- The Lodosa diphtheria epidemia was one of many which effected Navarre, Spain and the whole of Europe throughout the 19 th century (cholera, smallpox, influenza, measles, yellow fever, typhus, etc), serving to raise mortality rates, in particular if they coincided with poor harvests. In Lodosa, diphtheria attacked in particular children aged under six, although with few fatalities thanks to serum therapy.

Key words.- Epidemic, diphtheria, Lodosa, Navarra, Spain, Medical Geography.

Resumé:

L’épidémie de diphtérie de Lodosa (1895).- L’épidémie de diphtérie de Lodosa n’est que l’un des nombreux fléaux qui s’acharnérent sur la Navarre, l’Espagne et toute l’Europe au XIX siècle: le choléra, la variole, la grippe, la rougeole, la fièvre jaune, le typhus, etc., accrurent fortement les taux de mortalité, surtout les années de mauvaises récoltes. A Lodosa, la diphthérie s’attaqua surtout aux enfants de moins de six ans, mais fit peu de victimes grace a la sérothérapie.

Mots clés.- Epidémie, diphtérie, Lodosa, Navarre, Espagne, Géographie de la Médecine.

 

1.- INTRODUCCION Y FUENTES

A lo largo del siglo XIX y primera mitad del XX proliferaron en España los estudios de Geografía médica, de indudable interés para los historiadores de la Medicina pero también para geógrafos, sociólogos, ecólogos, etc. Asimismo, su consulta puede aportar informaciones valiosas para los estudiosos de la vida local, en sus vertientes demográfica, agraria, social y urbana (Feo Parrondo, 2002, pp. 83).

Como ha señalado Ana Olivera, “su contenido era una auténtica geografía regional clásica” (Olivera, 1993, pp. 9), disminuyendo su número al entrar en crisis el enfoque higienista y ser sustituido parcialmente por el bacteriológico, innovador y apoyado en el prestigio del triunfo de las vacunaciones (Olivera, 1886, pp. 349).

Basándose en que las "geografías médicas" eran un programa de investigación institucionalizado (a través de concursos anuales de las Sociedades de Higiene y Reales Academias de Medicina), Luis Urteaga apunta la existencia de más de doscientas entre 1800 y 1940 (Urteaga, 1980, pp. 37-38), cifra que hemos constatado en estudios anteriores como reducida y que creemos que se debe aumentar, como mínimo, en otro centenar por la gran abundancia de topografías médicas inéditas (Feo Parrondo, 1996, pp. 13) o publicadas pero muy poco difundidas o difíciles de localizar, como la de Casas de Vés (Albacete) de 1901, no incluida en la amplia relación de Urteaga ni en los ficheros de la Real Academia de Medicina de Madrid (Feo Parrondo, 2002, pp. 83).

Estas topografías o geografías médicas se completaban con numerosos estudios puntuales sobre epidemias que afectaban a determinadas localidades o comarcas ( ) como la aquí analizada de difteria en Lodosa, definiendo la epidemia como “la acumulación de un número excesivo de casos de enfermedad con causa común, por encima de la frecuencia habitual en un lugar dado y en un cierto periodo” (Olivera, 1993, pp. 24).

En la expansión de estas epidemias solía jugar un papel decisivo el escaso nivel de vida de una población básicamente agrícola, de autosubsistencia, con bajo nivel cultural e higiénico, escasez de médicos y escasa demanda de sus servicios por una población que consideraba la mortalidad como un parámetro natural e ineludible (Pérez Moreda, 1980, pp. 51).

Para Jordi Nadal, en España, con un cierto retraso con respecto a otros países europeos, “la reducción de la mortalidad catastrófica, especialmente epidémica, ya esbozada en el siglo XVIII (no más peste, salvo el conato mallorquín de 1820), no culmina, sin embargo, hasta 1900, cuando la vacuna contra la viruela ha acabado por enraizar y el cólera morbo asiático parece definitivamente vencido (última gran epidemia en 1885), mientras en la mayor parte de Europa el mal hallábase extinguido desde la epidemia precedente, de 1865” (Nadal, 1988, pp. 15-16).

Jordi Nadal señala que “dependientes de las condiciones de vida, las enfermedades infecciosas se presentan, en el siglo XIX, como enfermedades sociales típicas. La inexistencia, o la ineficacia, de la actuación pública que ayude a combatirlas contribuye a reforzar el carácter discriminador que las distingue. La infección hace estragos entre las clases bajas y deja bastante incólumes a los núcleos privilegiados” (Nadal, 1988, pp. 158-159).

En las últimas décadas han proliferado los estudios de historia social de la Medicina, especialmente en Gran Bretaña, Estados Unidos y Canadá y, en menor medida, en Italia, Alemania, Holanda, Francia y “los españoles han hecho importantes aportaciones a la historia de los hospitales, las enfermedades y la salud pública” (Lindermann, 2001, pp. XIX), tratando de conocer mejor el pasado histórico de las crisis de mortalidad en nuestro país desde enfoques complementarios: demográfico, económico, sanitario, social, cultural, geográfico, etc., siguiendo el criterio de Joseph Bernabeu: “la aportación del método epidemiológico y de los estudios de epidemiología histórica puede contribuir a conocer cual ha sido el papel y la influencia de la enfermedad y sus manifestaciones, mortalidad, morbilidad y discapacidades, en la evolución de la población” (Bernabeu Mestre, 1996, pp. 15).

La fuente que ha permitido conocer la epidemia de difteria en Lodosa y que sirve de base a esta publicación es la “Memoria sobre la difteria y su tratamiento escrita por el médico titular de Lodosa (Navarra) don Antonio Pérez Vicente”, fechada el 10 de agosto de 1895, que consta de 42 cuartillas a mano y se conserva en la Real Academia Nacional de Medicina de Madrid con la signatura 1-3ª Pasillo 19-5. Fue presentada al premio Calvo Martín de la Academia. Como la casi totalidad de los médicos de la época que presentaban trabajos a los concursos de las Academias de Medicina, Antonio Pérez Vicente empieza señalando la necesidad de conocer los datos de las enfermedades para evaluar los adelantos científicos. Como casi todos, señala también su escasa idoneidad, acentuada por los pocos afectados.

Eduardo Martínez señala que este tipo de estudios es muy interesante porque “la mayoría de los libros de difuntos de Navarra a lo largo de todo el XIX ofrecen una información muy escasa en lo que respecta a la causa de defunción” (Martínez Lacabe, 2004, pp. 77), situación que también se daba concretamente en Lodosa donde los párrocos sólo apuntaban las causas cuando el fallecimiento se debía a hechos violentos o enfermedades como perlesía, aletargado y tabardillo (Remírez Morentín, 1992, pp. 56). Vicente Pérez ha justificado esta situación por las dificultades para comprender con exactitud algunas enfermedades ya que muchas “se definían a veces simplemente por sus síntomas más externos, que en ocasiones podían incluso ser comunes a afecciones diversas –los <carbuncos> o las <pintas>-, por ejemplo. Otras denominaciones más pintorescas o de raíz claramente popular –el <fuego de San Antón>, el <garrotillo>, etc.- permiten su comprensión precisamente dentro del reducido contexto cultural en el que surgen” (Pérez Moreda, 1980, pp. 64).

2.- SITUACIÓN DEMOGRÁFICA Y SANITARIA DE NAVARRA

En Navarra, el crecimiento demográfico fue inferior al 1 por mil anual entre 1861 y 1900, llegándose a un total estancamiento entre 1878 y 1887 (Mikelarena Peña, 1995, pp. 87-88) ( ). Fernando Mikelarena constata que “entre 1861 y 1900 el nivel de crecimiento demográfico de Navarra únicamente sobrepasó a los niveles de incremento de Burgos, Soria, Alava, Guadalajara, Gerona, Huesca y Lérida” (Mikelarena Peña, 1995, pp. 89), contribuyendo a esta situación guerras, crisis agrarias y de mortalidad. Más crítica es la versión de César Layana para quien “Navarra se situó como la región con un crecimiento demográfico más lento a lo largo del siglo XIX” (Layana Ilundain, 1998, pp. 32) y, especialmente en el tramo final: 304.102 habitantes en 1887, 303.136 en 1897 y 307.669 en 1900 (Layana Ilundain, 1998, pp. 31). Para este periodo, el Gobierno de Navarra ofrece cifras ligeramente distintas: 303.875 habitantes en 1890, 303.382 en 1895 y 305.395 en 1900 (Gobierno de Navarra, 1993, pp. 12), siendo las de este último año inferiores en 2.274 personas a las señaladas por César Layana.

Un factor clave para entender la evolución demográfica de Navarra en la segunda mitad del XIX es la emigración: desde 1860 a 1900 emigraron de Navarra unas 67.317 personas, cifra que la convirtió en una de las provincias que más emigrantes generó, trasladándose sobre todo a México y Venezuela (Mikelarena Peña, 1995, pp. 106, 107 y 219) ( ). La fuerte emigración hizo que las autoridades civiles y religiosas de Navarra tratasen de frenarla con poco éxito en 1852, 1868 y 1881 (Virto Ibáñez, 1991). César Layana también considera como elemento clave para el escaso crecimiento demográfico navarro la emigración: “entre 1878 y 1930, periodo en el que abandonaron la provincia unas 97.000 personas, Navarra fue la región con una emigración relativa más intensa” (Layana Ilundain, 1998, pp. 33).

Pilar Erdozain y Fernando Mikelarena constatan que Navarra entre 1860 y 1930 fue un territorio en el que el fenómeno de expulsión de contingentes humanos tuvo una inmensa importancia, especialmente en el periodo que va desde 1877 a 1910. La tasa de 5’87 emigrantes por mil habitantes del intervalo 1861-1877 coloca a Navarra en la posición decimoséptima dentro de las provincias ordenadas éstas de mayor a menor emigración. En el intervalo 1878-1887, Navarra fue la cuarta provincia con mayor emigración; en 1888-1900 la octava; en 1901-1910 la cuarta otra vez (Erdozain Azpilicueta y Mikelarena Peña, 1998, pp. 159-160).

Angel García-Sanz apunta que “casi 100.000 navarros abandonaron la provincia entre 1878 y 1930 ante la falta de expectativas económicas” (García-Sanz Marcotegui et al., 2002, pp. 45). Este éxodo a otros países contribuyó a que “la corriente migratoria desde la Montaña hacia la Ribera, disminuye ostensiblemente en el siglo XIX y desaparece en el primer tercio del XX” (García-Sanz Marcotegui et al., 2002, pp. 25).

En la evolución demográfica navarra también jugó un papel decisivo la situación económica. En 1887, un 78’6% de la población activa navarra estaba vinculada a la agricultura y ganadería, situación que “se mantuvo sustancialmente invariable hasta 1930, en que se produjo el primer descenso importante de activos en el sector primario, quedando en el 65’5% de la población activa” (Layana Ilundain, 1998, pp. pp. 36). Las crisis agrarias de cereales, viñedo, olivar y ganadería y el endeudamiento campesino por los conflictos bélicos provocaron fuerte emigración, justificable también por el predominio de pequeños propietarios: los de menos de cinco hectáreas representaban el 60% de los propietarios pero eran dueños de menos del 20% de la superficie (Layana Ilundain, 1998, pp. 38 y 45). Francisco Miranda comparte este enfoque señalando que la crisis de la agricultura se produjo “en el momento que dejaron de ser rentables las explotaciones de tierras marginales que fueron cultivadas años atrás” (Miranda Rubio, 1992, pp. 108-109). Según este autor, “el estereotipo del emigrante navarro, en la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX, era un hombre dedicado al pastoreo, aunque también ejercía otros oficios y profesiones en centros urbanos. La mayor parte de estos pastores no pasaron de ser meros asalariados” (Miranda Rubio, 1992, pp. 113).

Para Angel García-Sanz, “el carácter profundamente agrario de la economía navarra y la limitadísima envergadura del proceso de industrialización tuvieron fuertes consecuencias en la esfera de la demografía” (García-Sanz Marcotegui et al., 2002, pp. 44). Los activos agrarios representaban en 1900 el 77’4% en Navarra frente al 73’5% en España, los industriales suponían el 11’9% de los activos navarros y el 15’9% en España, y los terciarios el 10’7% en Navarra y 10’6% en España (García-Sanz Marcotegui et al., 2002, pp. 43-44).

César Layana señala que “factores como las crisis de mortalidad y los conflictos bélicos tuvieron una incidencia limitada en la evolución de la demografía navarra. Los efectos de la crisis de mortalidad eran más bien momentáneos y suponían cierto freno” (Layana Ilundain, 1998, pp. 36). Las epidemias fueron frecuentes y catastróficas en Navarra, sobre todo en la zona meridional: pestes en 1348, 1564-1566, 1596, 1599-1601, 1631 y 1647-1652, tifus en 1794-1795 que trajeron las tropas francesas, etc., algunas de las cuales (la de 1631) fueron acompañadas de pésimas cosechas, situación que propició fuertes crisis de mortalidad en 1699-1700, 1711 (la más mortífera del siglo XVIII), 1760-1761 y 1768 ligadas a carestías alimenticias (Floristán Imizcoz, 1990, pp. 312-313).

En Navarra, “durante el siglo XIX, el límite inferior de las tasas brutas de mortalidad siempre se mantuvo por encima de una media anual de 20 fallecimientos por cada 1.000 habitantes” (Martínez Lacabe, 2004, pp. 53).

El carácter coyuntural de las epidemias no impedía que “a comienzos del siglo XX la mortalidad infantil estimada para Navarra era de 140’93 por mil, cifra que colocaba a nuestra provincia dentro del grupo de las provincias españolas con menor mortalidad infantil”(Erdozain Azpilicueta, 1999, pp. 157-158). Esta misma autora constata que dichas tasas eran superiores en los ámbitos urbanos de la provincia y fueron siempre inferiores en las localidades de la Montaña respecto a las halladas en las localidades de la franja central y meridional provinciales (Erdozain Azpilicueta, 1999, pp. 159).

Según Eduardo Martínez, “en el caso de Navarra las crisis más intensas de todo el siglo XIX tuvieron su origen en las epidemias de cólera de 1834 y 1855, cuando los niveles de mortalidad habitual llegaron a triplicarse” (Martínez Lacabe, 2004, pp. 62). Para María Dolores Martínez, las principales epidemias que afectaron a Navarra fueron la fiebre amarilla (1800, 1804 y 1820-1822), tifus (1808-1809), cólera (1834, 1855 y 1885) (Martínez Arce, 2001, pp. 220-224). Esta última afectó en Navarra a 12.895 personas de las que murieron 3.161, siendo Tudela el partido judicial que más fallecimientos contabilizó (Martínez Arce, 2001, pp. 223).

En 1895, hubo en Navarra 9.874 nacidos vivos y 7.994 defunciones (Gobierno de Navarra, 1993, pp. 14). Entre 1889 y 1896, solamente en 1895 hubo menos de ocho mil fallecimientos, alcanzando el máximo en 1891 con 8.810 fallecidos (Gobierno de Navarra, 1993, pp. 208). Esta misma fuente constata que en la primera mitad del siglo XX siguió habiendo fallecimientos por difteria y cruz, siendo más afectados los niños que las niñas en siete de los diez quinquenios. Estas fallecieron en mayor número en 1911-1915, 1931-1935 y 1941-1945 (Gobierno de Navarra, 1993, pp. 238-242). Por su parte, Juan Bosch cifra en 55 los fallecidos en 1940 en Navarra por difteria y en 3 los de 1944 (Bosch Marin, 1948, pp. 15).

En la Ribera navarra, la mortalidad era similar a la de la España interior y superior a la de la Montaña navarra, País Vasco y zonas desarrolladas de Europa (Martínez Lacabe, 2004, pp. 112). En la Ribera, “las defunciones tuvieron su origen, mayoritariamente, en enfermedades infecto-contagiosas. La constatación de esta realidad negativa se reafirma por la fuerte presencia de las transmitidas a través del agua o los alimentos (disentería, cólera, enterocolitis, etc), indicadores directos de la mala calidad de las aguas, de la falta de saneamiento adecuado, de malos hábitos higiénicos, etc.” (Martínez Lacabe, 2004, pp. 112)( ).

La Ley Orgánica de Sanidad de 28 de noviembre de 1855 señalaba que los médicos titulares tenían obligación de asistir a las familias desvalidas, asesorar al Ayuntamiento en materia de salud y, “ante la presencia de la enfermedad contagiosa o epidémica, la obligación de no separarse del pueblo de su residencia en tiempo de epidemia o contagio” (Beltrán Aguirre, 1988, pp. 28). El Real Decreto de 14 de junio de 1891 aprobó el reglamento para el servicio benéfico sanitario de los pueblos estructurando que los médicos titulares “existirán en todas las poblaciones que no excedan de 4.000 vecinos” (Beltrán Aguirre, 1988, pp. 33), “dependiendo exclusivamente de los Ayuntamientos que los contratan sin adquirir estabilidad en el puesto de trabajo” (Beltrán Aguirre, 1988, pp. 34) hasta que la Instrucción General de Sanidad aprobada por Decreto el 12 de enero de 1904 señala que “los contratos con los médicos titulares tendrán en adelante duración indefinida” (Beltrán Aguirre, 1988, pp. 37). La situación de los médicos titulares en Navarra se verá modificada legalmente por el Reglamento para el Servicio Médico Municipal de Navarra de 31 de diciembre de 1915 y por otros cambios posteriores.

El Real Decreto de 12 de abril de 1898 reglamentaba la creación de Colegios Médicos y en 1899 se crea el de Navarra (Martínez Arce, 2001, pp. 21). En 1913, formaban parte de la Asociación Médica Navarra los doctores de Lodosa, Pantaleón Latasa y Eugenio Hernández (Martínez Arce, 2001, pp. 42).

3.- SITUACIÓN DEMOGRÁFICA Y SANITARIA DE LODOSA

A mediados del siglo XIX, Pascual Madoz constata la existencia, en diciembre de 1847, de 447 vecinos y 2283 habitantes en las 607 casas que formaban once calles espaciosas, llanas y empedradas y una plaza donde estaba el mercado y unas ochenta cuevas habitadas por vecinos en Lodosa. La localidad contaba con escuelas a las que iban más de cien niños y unas sesenta niñas. Para beber y demás usos domésticos había en las casas particulares varios pozos de aguas potables, además de aprovechar las del Ebro. Eran “las enfermedades más comunes erisipeles, oftalmías, catarros y calenturas intermitentes” (Madoz, pp. 171).

Las tasas brutas de mortalidad en Lodosa presentan altibajos significativos entre 1801 y 1890: 44’21% entre 1801 y 1810, 26’41% en 1811-1820, 26’02% en 1821-1830, 31’61% en 1831-1840, 26’06% en 1841-1850, 29’74% en 1851-1860, 31’38% en 1861-1870, 33’00% en 1871-1880 y 32’98% en 1881-1890 (Remírez Morentin, 1992, pp. 70, y Martínez Lacabe, 2004, pp. 59). Eduardo Martínez señala que Lodosa había aumentado su mortalidad en 1885 por la epidemia de cólera al 167’17 por mil ya que había causado 37 defunciones, el 1’19% de los 3.094 habitantes de la localidad (Martínez Lacabe, 2004, pp. 509, 510 y 517).

Lodosa “continuó creciendo casi ininterrumpidamente durante la segunda mitad del siglo XIX en el que contó además con estación de ferrocarril” (Andrés-Gallego, 1990, pp. 104). El proceso fue paralelo a la industrialización (fábricas de chocolate, harinas, aguardientes, abonos químicos, gaseosas, jabones, embutidos, alfarerías, lejías, talleres de construcción de carros, cubas, alpargatas) y al aumento de centros escolares: en 1920, había cuatro escuelas y un colegio de las hermanas de San Vicente de Paul (Andrés-Gallego, 1990, pp. 104).

La población de Lodosa, pueblo en el que Antonio Pérez Vicente ejercía de médico titular, no ofrecía una morbosidad variada. Las condiciones climáticas hacen frecuentes los reumatismo, litiasis biliar, círica y gota por “la altitud en que el pueblo está colocado, su atmósfera generalmente fría y saturada de vapor acuoso (como convecino del Ebro) que lame sus muros, se filtra por los pavimentos e inunda con frecuencia los alrededores; los vientos dominantes, el género de vida y alimentación especialísima de sus habitantes, que como es sabido, son causas que preparan y sostienen el terreno orgánico braditrófico” (Pérez Vicente, 1895, pp. 4-5).

También había un número regular de casos de arterioesclerosis generalizadas y cardioesclerosis, las infecciones reumática y palúdica y las hemorragias cerebrales. Eran frecuentes, y llamaron su atención desde su llegada al pueblo, las localizaciones tuberculosas en meninges y cerebro: “Nada más extraño que visitar tuberculosos laríngeos pulmonares, mesentericos, y sin embargo es frecuentísimo ver morir niños y adultos con manifestaciones cerebrales que no tienen más explicación que la de la diatesis tuberculosa”(Pérez Vicente, 1895, pp. 7-8). Antonio Pérez trata de buscar justificaciones a esta situación y afirma que “acaso influya de modo poderoso en su producción las degeneraciones cerebrales de sus progenitores, porque es conveniente advertir, que no son pocos los dementes que este pueblo suministra a los manicomios, ni tampoco olvidar que son neurópatas exageradas la mayoría de las mujeres de este vecindario, especialmente las que pertenecen a la clase acomodada. De todas suertes, raro, y muy raro resulta, que las manifestaciones tuberculosas que tienen predilección por órganos como el pulmón, no tomen este punto como vivienda favorita sobre todo en adultos de diez y seis o veinte años, y se establezcan de modo predilecto en meninges y cerebros, como si el germen o bacilo de Kok encontrara condiciones favorabilísimas de vida y desarrollo en dichos órganos con marcada falta de energías funcionales, y por el contrario excesivas resistencias de vitalidad en los órganos respiratorios” (Pérez Vicente, 1895, pp. 9).

4.- LAS EPIDEMIAS DE DIFTERIA

Para enmarcar la elevada mortalidad de los niños conviene tener presente que en las zonas rurales de la España interior, la mortalidad infantil, hasta mediados del siglo XIX, “hacía desaparecer a más de la cuarta parte de los nacidos, pudiendo superar el tercio en épocas especialmente adversas” (Pérez Moreda, 1980, pp. 454) y “en la Europa del Antiguo Régimen y en la España anterior a 1900 los fallecidos con menos de diez años venían a representar el 50 por ciento aproximadamente del total de las defunciones” (Erdozain Azpilicueta, 1999, pp. 157).

Mary Lindemann señala que la difteria, la disentería y la malaria causaban morbilidad a una escala geográfica más limitada y durante menos tiempo que la peste, la viruela, la sífilis, la gripe y la tuberculosis que eran las enfermedades infecciosas más importantes de la Edad Moderna (Lindemann, 2001, pp. 62-63). Esta autora, apunta que “una enfermedad peculiarmente mortífera para los niños era la llamada <angina maligna> y, en España, vulgarmente <garrotillo> (…). Se caracterizaba por fuerte dolor de garganta, y flujo de sangre y pus de garganta y nariz. Los enfermos morían de sofocación lenta. Este azote terrible de los niños seguramente fuera la difteria, enfermedad causada por una bacteria cilíndrica y que se transmite por vía aérea. Aunque es probable que la difteria sea una enfermedad antiquísima, como la tuberculosis, sabemos que hizo su aparición en Europa en la Edad Media; pero los médicos no empezaron a describirla explícitamente como epidemia hasta los siglos XVII y XVIII. En el siglo XVII, los brotes más graves se produjeron en España, Portugal e Italia; la enfermedad se declaró en otros países europeos durante el siglo XVIII. Hasta mediados del siglo XIX no fue un factor demográfico con altos índices de mortalidad registrados en todo el mundo. Una vez más las víctimas fueron casi exclusivamente los niños” (Lindemannn, 2001, pp. 64) ( ).

Francisco Vidal, médico del hospital “Enfants malades” de Paris, señaló en 1879, que no se sabía si la difteria fue una enfermedad conocida desde antiguo o que se empezó a producir más recientemente. En España, la difteria fue conocida popularmente con el nombre de “garrotillo” y hay referencias de sus ataques en 1530 y siguientes, 1585, 1590-1591 (con gran intensidad en Andalucía), 1606 (perecieron infinidad de niños), 1613 (tan grave que se consideró el año de los garrotillos) y 1618 (sobre todo en Sevilla) (Vidal Solares, 1879, pp. 2-5)( ).

Afectaba a toda la población aunque con notables diferencias espaciales: “la difteria se encuentra en todas las estaciones y bajo todos los climas. En los lugares húmedos, es decir, en aquellos que se hallan situados en un valle y están sembrados de pantanos, el cruz existe y reina durante todo el año, al paso que en los países montañosos, colocados en lugares secos y altos, sucede que esta enfermedad solo se presenta en ciertas estaciones, revistiendo entonces el cruz la forma epidémica” (Vidal Solares, 1879, pp. 20).

Francisco Vidal señala que la difteria laríngea era una enfermedad que se presentaba con marcha aguda, existiendo casos de cruz en los que la muerte llega antes de los veinticuatro primeras horas mientras otros afectados se curaban. Para este autor, las difterias laríngea y bronquial eran las peligrosas, sucumbiendo casi todos los niños menores de dos años (Vidal Solares, 1879, pp. 82-83).

Vidal apunta que la enfermedad era frecuente durante el siglo XIX en París, afectando la epidemia sobre todo en 1847, año en que se empieza a aplicar la traqueotomía en casos desesperados aunque con escasos resultados al morir el 91% de los afectados (Vidal Solares, 1879, pp. 244). En los años siguientes la situación no mejoró al morir el 82’99% de los operados en 1850, el 84’48% en 1859 y 87’27% en 1860, reduciéndose al 71’42% en 1863 y 63’44% en 1867 (Vidal Solares, 1879, pp. 245) lo que no impide que el 87’97% de los afectados por difteria laríngea en 1875 falleciesen (Vidal Solares, 1879, pp. 246) ya que la traqueotomía sólo era eficiente si la difteria era benigna mientras si “es infecciosa o maligna, el enfermo sucumbirá, ya que por una nueva asfixia (propagación de la difteria hacia los bronquios), ya por septicemia” (Vidal Solares, 1879, pp. 247) ( ).

En 1888, el doctor Luis Marco justifica estudios anteriores (de 1886 y 1887) y el de dicho año “en vista de la creciente alarma del país y de la preocupación constante de las autoridades, por la invasora marcha de la difteria en Madrid” (Marco, 1888, pp. 11).

Entre septiembre de 1879 y finales de diciembre de 1885 la difteria causó en España 80.879 fallecimientos (de ellos 4.586 en Madrid) con una media de 1.064´19 muertos al mes superando el millar de muertos los meses de agosto a febrero y siendo ligeramente inferior en el resto (Marco, 1888, pp. 12-14). Estas tasas de mortalidad por difteria fueron aún superiores en el centro de Europa, alcanzando el máximo en Austria (Marco, 1888, pp. 18).

Entre 1880 y 1885, en España fallecieron 77.508 personas de difteria, cifra sólo superada por las 80.629 muertes propiciadas por el sarampión (Marco, 1888, pp. 21). Entre 1880 y 1887, Madrid fue la ciudad europea con mayor tasa de mortalidad por difteria por delante de Berlín, Varsovia, San Petersburgo y Marsella (Marco, 1888, pp. 34). Las muertes por difteria en Madrid fueron 242 en 1880, 199 en 1881, 587 en 1882, 1027 en 1883, 1079 en 1884, 1350 en 1885, 1375 en 1886, 1401 en 1887 y 1026 en 1888, afectando sobre todo a niños de clases sociales bajas: en Madrid, de los vinticinco barrios castigados por la difteria, dieciocho estaban en los distritos más pobres (Marco, 1888, pp. 24 y 50). El doctor Luis Marco se muestra tajante al afirmar que “Madrid figurará por su mortalidad a la cabeza de todas las ciudades conocidas todo el tiempo en que sea también la primera por la carestía e insalubridad de sus alimentos y bebidas” (Marco, 1888, pp. 84). Otros autores señalan que, entre 1880 y 1894 perecieron en Madrid 11.357 niños de difteria con una media de 757 defunciones al año, oscilando entre las 196 de 1893 y las 1587 de 1886 (AA. VV., 1901, pp. 9).

En la segunda mitad del XIX se produjeron “dos hechos sensacionales en el tratamiento y profilaxis del <garrotillo>: la intubación o tubaje que Bouchut ideara en 1858 y O´Dweyer resucitara en 1885 para ya quedar definitivamente incorporada a las técnicas quirúrgicas, y el hallazgo del germen etiológico que Klebs y Löeffler consiguieron en el año 1883-84” (Rico-Avelló, 1956, pp. 6). En 1888, Roux y Yersin empiezan a aplicar la seroterapia y los avances posteriores hacen que solo la negligencia, el fatalismo o la incultura propicien la difteria a mediados del siglo XX” (Rico-Avelló, 1956, pp. 7). Esta opinión contrasta con la de Brotons cinco años antes: “la difteria ha llegado hasta nosotros. Muchos son los niños todavía condenados al garrotillo siendo inocentes” (Brotons Gimeno, 1951, pp. 14).

El anónimo autor de la Geografía médica de Tineo de 1886 señala que la difteria es un padecimiento tan agudo como cruel, vil asesino de niños y adultos, invulnerable por todas las armas hasta hoy conocidas, y que con la misma facilidad penetra en los ricos palacios que en las humildes chozas” (Feo Parrondo, 1996, pp. 55). En este municipio del occidente asturiano no era frecuente pese al aire húmedo y frío. Fracasó con el uso de calometanos, bicarbonato sódico, clorato de potasa, bromuro de potasio, alumbre en polvo, tanino, ácido clorhídrico concentrado… y sólo curó a los vecinos de la parroquia de Navelgas, a comienzos del verano de 1886, a base de tinturo de yodo con vino tinto (Feo Parrondo, 1996, pp. 55).

Otro anónimo médico de dicho municipio de Tineo constata que, en junio de 1889, la epidemia diftérica afectó a diversos pueblos del norte del término, de modo preferente a los niños y, en menor medida, a adolescentes causando treinta víctimas: 17 varones y 13 hembras. Se vió afectada la hija del médico que curaba a los diftéricos y aunque se salvó aún conservaba, en 1907, señales (Feo Parrondo, 1996, pp. 119). El anónimo médico no tenía clara la vía de expansión de la epidemia a afectar a pueblos alejados entre sí dejando libres algunos intermedios y afectando tanto a pobres como a labradores acomodados que disponían de ventajosas condiciones higiénicas (Feo Parrondo, 1996, pp. 119). En dicho municipio, entre 1902 y 1911, de los 4.542 fallecidos, 15 lo fueron por la difteria (Feo Parrondo, 1996, pp. 163).

El suero antidiftérico se empezó a utilizar en marzo de 1894 con escasos resultados salvo en el cruz (garrotillo) no septicémico (Calleja, 1895, pp. 6 y 8). El doctor Camilo Calleja se cuestiona la fiabilidad de las estadísticas sobre enfermedades y causas de fallecimientos: “por ejemplo, en Madrid solo se inscribe una décima parte de los enfermos invadidos por la difteria, de aquí resulta que la cifra de morbilidad parece ser diez veces menor y por ende la de mortalidad diez veces mayor de lo que realmente es. Esto explica la exageradísima cifra oficial que da Madrid de mortalidad de la difteria: 60 por 100, en vez de 6 por 100, que es la verdadera” (Calleja, 1895, pp. 13). El propio doctor Calleja señala que “las estadísticas oficiales son siempre inexactas por ocultación, sobre todo tratándose de enfermedades contagiosas, por temor a la severidad de la ley donde se cumple, y por seguir la costumbre donde de ordinario se falta a ella. En España, por ejemplo, de mil médicos, no habrá quizá uno siquiera que haya dado parte de todos los casos benignos de difteria ocurridos en su práctica particular; el médico (casi sin excepción) da solamente parte de los casos mortales, y eso porque tiene que extender el certificado de defunción. En los países donde la ley se obedece, como es muy severa para evitar los contagios, esto trae a veces perjuicio y gastos de consideración; así, yo he conocido en los Estados Unidos familias que por efecto del aislamiento a que se han visto sometidas con el cordon sanitario se han arruinado por tener en su casa un enfermo de difteria, y esto hace que casi todos traten de ocultar aquellos casos, por lo menos, que no amenazan ser mortales” (Calleja, 1895, pp. 15-16). Aún contando con la dudosa fiabilidad de las estadísticas, Camilo Calleja considera necesario señalar la alta mortalidad por difteria en Viena: en 1892 hubo 4.178 afectados y 1.479 fallecidos, en 1893 las cifras ascendieron a 4.477 afectados y 1.537 fallecidos y, en 1894 a 4.571 atacados y 1.569 fallecidos (Calleja, 1895, pp. 19).

A partir de 1895 se empieza a aplicar en España el suero Roux descendiendo la mortalidad entre 1895 y 1900 a una media de 210 fallecimientos anuales en Madrid, oscilando entre las 159 de 1895 y los 276 de 1898 (AA.VV., 1901, pp. 10). El doctor Simón Jergueta, médico navarro natural de Abárzuza, especialista en pulmón y corazón, fue uno de los primeros en aplicar en Madrid el suero antidiftérico inventado en París en 1894 por los doctores Roux, Martin y Chaillon y difundido en Madrid por el doctor Llorente (Martínez Arce, 2001, pp. 151). El Instituto Llorente fue fundado en Madrid en 1894 con clínica y laboratorio adjuntos, trató en dieciocho años más de 15.000 niños de difteria y garrotillo, contribuyendo a que casi desaparezca esta causa de mortalidad en Madrid y a que disminuya notablemente en provincias (Instituto Llorente, 1912, pp. 5). Contaba con caballos inmunizados contra la difteria cuyo suero salvaba la vida a más de mil niños pobres por caballo (Instituto Llorente, 1912, pp. 9).

En 1919, un anónimo médico del municipio asturiano de Carreño afirmaba que “la difteria era muy frecuente y esporádica pero causaba pocas víctimas al curarse muy bien con suero” (Feo Parrondo, 1997, pp. 24). En 1888, Alexandre Emile Yersin y P.E. Roux aislan el bacilo de la difteria y su toxina, punto de partida de la inmunización pasiva. En 1923 se empieza a utilizar la anatoxina diftérica de Ramón y hacia 1930 aparece la vacunación antidiftérica (Rodríguez Cabezas y Rodríguez Idígoras, 1996, pp. 109, 126 y 130).

Unas décadas después, Félix Sancho comparte esta visión: la iniciación del tratamiento serotepático “en 1895-1896 trajo consigo una disminución acusada de la letalidad en gran número de países (Sancho Martínez, 1943, pp 11). Como ejemplo de los resultados de este tratamiento Félix Sancho señala que la letalidad por difteria pasó en Suecia de un 30% en 1895 a menos del 5% en 1905 y menos del 2% en 1932 (Sancho Martínez, 1943, pp. 11). La epidemia había afectado también a la localidad francesa de Tours en 1821 y 1825-1826 (González Tánago y Riva Perea, 1895, pp. 9) y, según estos autores, la utilización de suero por el doctor Roux en el Hospital d’Enfants Malades de París redujo la mortalidad por difteria de un 51’71% en años anteriores a un 24’5% en 1894 (González Tanago y Riva Perea, 1895, pp. 173).

En Málaga se produjo un descenso de afectados entre cuatro y seis años por las campañas de vacunación antidiftérica de los que vivían en viviendas higiénicas, bien ventiladas, sin hacinamiento, etc. (Ruiz-Zorrilla, 1946, pp. 18-19).

Hubo epidemias de difteria en Suecia en 1898-1902 y 1918-1920 y en España en 1911-1913 y 1939-1940, produciéndose la mayor morbilidad entre noviembre y enero y la mínima en primavera y verano en ambos países. La mayor morbilidad se dio en niños de tres a cinco años en ambos casos (Sancho Martínez, 1943, pp. 22). En España, “el último brote epidémico –en 1940- origina 24.474 invasiones, resultando 3.169 muertes” (Brotons Gimeno, 1951, pp. 15). Este mismo autor constata que no sólo afecta a las personas sino también a vacas, caballos, perros, ovejas, gallinas… causando su muerte por ahogamiento y transmitiéndola a las personas” (Brotons Gimeno, 1951, pp. 18-19).

Según Brotons, el primer brote de “difteria maligna” se dio en Berlin en 1934, supone el 11% de las enfermedades de difteria y un 37’1% de las muertes de la misma (Brotons Gimeno, 1951, pp. 23). La solución era inyectar suero de Behring al niño diftérico en dosis elevadas y/o vacuna de Ramón para evitar la muerte por asfixia (Brotons Gimeno, 1951, pp. 35).

Un Decreto de 11 de noviembre de 1943 (B.O. de 4 de enero de 1944) declara obligatoria la vacunación antidiftérica en España, de manera gratuita para todos los niños de uno a dos años, siguiendo los pasos de Egipto y Rumanía (1935), Hungría (1937), Francia (1938) e Italia (1939) (Bosch Marín, 1948, pp. 4, 9 y 11). La medida se debe al alarmante incremento de la mortalidad por difteria desde 1936 que culminó en 1939 ocasionando 4.022 defunciones para luego reducirse con la vacunación hasta llegar en 1946 a 259 defunciones (Bosch Marín, 1948, pp. 6).

Aunque hubo problemas de los laboratorios para elaborarla y también para importarla en plena postguerra, los resultados de la vacuna fueron buenos gracias a la importación de la misma desde 1939 de Estados Unidos (Bosch Marín, 1948, pp. 5-6).

En 1993, la difteria era una de las 41 enfermedades de declaración obligatoria en España pese a no registrarse casos recientemente (Olivera, 1993, pp. 25).

Desde 1990, “la difteria ha reaparecido en la antigua Unión Soviética, impulsada por el desorden social y el descenso en las tasas de inmunización” (Instituto de Recursos Mundiales, 2000, pp. 29). Según este organismo, “el sarampión y la difteria pertenecen a un grupo conocido como enfermedades infantiles (o evitables con vacunas)( ). Otras enfermedades en este grupo son el tétanos neonatal, la poliomielitis y la tos ferina. Este grupo, ligado a las condiciones ambientales, representa casi el 15 por ciento del total de enfermedades a nivel mundial en niños de menos de 5 años. A pesar de la extensión de los programas de inmunización, estas enfermedades segaron la vida de 1.985.000 niños en 1990” (Instituto de Recursos Mundiales, 2000, pp. 29). Para este Instituto, la difteria, como el sarampión, es una enfermedad del hacinamiento y la pobreza y ambas han sido casi eliminadas en el mundo desarrollado desde la llegada de vacunas efectivas (Instituto de Recursos Mundiales, 2000, pp. 29).

A comienzos del siglo XXI, están inmunizados frente a la difteria el 86% de los europeos y el 50% de los africanos (Haggett, 2000, pp. 123) ya que “la vacunación constituye hoy en día una protección eficaz contra la difteria; los antibióticos no tienen ningún efecto en su germen patógeno. En la primera época moderna se empleaban una serie de remedios como sangrías, purgas, sanguijuelas y sustancias cáusticas para despejar la garganta, pero sólo surtían efecto las traqueotomías, que se practicaban con sorprendente éxito en algunos lugares aunque obviamente a escala limitada” (Lindemann, 2001, pp. 64).

5.- LA EPIDEMIA DE DIFTERIA EN LODOSA

Tras analizar las causas de morbilidad en Lodosa, Pérez Vicente se centra en la difteria, “única epidemia que ha invadido a este vecindario desde mi ingreso como médico titular” (Pérez Vicente, 1895, pp. 10). Señala las dificultades para su diagnóstico, muchas veces enmascarado y otras imposibles de realizar, aún sabiendo que estaba causada por el bacilo de Lafter. Lamenta que los médicos rurales no dispongan de microscopio y otros instrumentos idóneos para realizar el diagnóstico de una enfermedad parasitaria como la difteria ( ).

Antonio Pérez señala que “la clasificación admitida por los bacteriólogos dice bien a las claras lo mucho que falta por andar todavía en lo que respecta a las diversas clases de difteria, en el estudio de esos seres microscópicos, en su acción aislada como agentes patógenos, su diferenciación e intensidad genética, cuando obran reunidos y la particular acción de sus toxinas; y mientras el laboratorio después de aislar el bacilo que a cada enfermedad corresponde, nos determine con precisión los medios de atacar directamente a cada uno de ellos, bien con seguras inoculaciones curativas, bien atenuándolas antes de producirse como profilácticas, las estadísticas serán en primer lugar ilusorias, y la ciencia bacteriológica tendrá el sello de lo nebuloso en algunas de sus constantes adquisiciones” (Pérez Vicente, 1895, pp. 14-15). Este médico de Lodosa insiste en que “siempre es condición precisa el manejo de los modernos medios de ampliación para diferenciar las enfermedades con arreglo a su verdadera causa patocrónica” (Pérez Vicente, 1895, pp. 16).

Pretendiendo aislar el bacilo de Klebs, en la mayoría de las casas encontró “estreptococos y estafilococus patógenos que asociados unas veces y solos otras, complican a los procesos diftéricos con señalada infecciosidad” (Pérez Vicente, 1895, pp. 16). El mismo señala que “en el actual momento histórico, no está completado de modo definitivo y absoluto, el estudio de la difteria, y sus complicaciones, ya que la ciencia si bien cuenta con medios para atenuar las enfermedades que el bacilo de Klebs produce, no sucede lo mismo con los estreptococos y estafilococus últimamente descubiertos” (Pérez Vicente, 1895, pp. 16-17).

En Lodosa, los efectos de la infección diftérica se producían “casi todos los meses, dos o tres casos aislados que sin poder precisar el momento de su incubación y probable foco productor, sorprenden al médico generalmente en periodo que poco o nada puede hacerse para combatir el padecimiento. Y sin que pueda decirse que existe difteria si se tratara de estadísticas, es el caso que alicuando aparecen focos infecciosos de pequeña intensidad, que brotan aisladamente produciendo una mortandad aproximada al número de invadidos, sin que justifique la poca o ninguna propagación, ni los cuidados higiénicos que la Junta local de Sanidad tiene en lamentable abandono, ni las continuas transgresiones de régimen, y el íntimo contacto en que se ponen a los infectos con los demás niños todavía sanos” (Pérez Vicente, 1895, pp. 18-19).

Antonio Pérez señala que “al lado de tan punible indigencia hay que sumar las desastrosas condiciones higiénicas en que se hallan las miserables viviendas de estos habitantes; una cubicación de aire respirable infinitesimal, es la que forzosamente tiene que dar edificios y chozas practicados muchos de ellos al pié de colosal peña, que sirve de resguardo a este pueblo, y sin más comunicación al exterior que el agujero o puerta de entrada” (Pérez Vicente, 1895, pp.19-20). Esta situación hace que Antonio Pérez se muestre crítico: “es a no dudar obra milagrosa, como no ocurre una verdadera explosión de diftéricos que deje triste recuerdo entre los incuriosos y apáticos padres; pero si esto no acontece, no será por interés de nadie en defender las vidas de estos inocentes rapaces, sino por verdadera protección de invisible ángel tutelar”(Pérez Vicente, 1895, pp. 20).

En abril de 1895 aumentó el número de enfermos y la mortalidad de los mismos: “de nada sirvió inculcar a los padres la necesidad de que llamasen al facultativo al sentir el enfermito los primeros fenómenos del padecimiento, porque o no daban importancia a los mismos hasta que no les veían con ronquera pronunciada y fuerte disnea, momento en el que generalmente ya eran estériles los esfuerzos de la ciencia, o si recurrían al médico, medicinaban al paciente a su antojo, la mayoría de las veces en contradicción con lo que el profesor dispuso” (Pérez Vicente, 1895, pp. 21). Duró algo más de un mes y afectó a veintiséis diftéricos ( ). Se intentó paliar con medicaciones diversas y con la seroterapia.

Antonio Pérez analiza más detalladamente algunos casos concretos:

a) Niño de seis años: empieza con tos fuerte que los padres atribuyen a catarros y llaman al médico unos cinco días después de enfermar. Tos ronca, sequedad en la garganta, voz casi velada, ligeros infartos, 38-39º, pérdida de apetito, toman sopa, caldos y jerez, pulso pequeño, primeros fenómenos de anorexia, vino y leche, sulfato de quinina, voz completamente apagada, difícil respiración, muerte al tercer día de tratamiento al no tener el suero antidiftérico.

b) Niña de veintidós meses: había padecido el mes anterior una pulmonía catarral con membranas en la faringe, voz velada, tos crupal, ruidos traqueales y de bronquios. El tercer día la familia, sin contar con el médico, le aplica dos sanguijuelas y muere al cuarto día.

c) Niño de dos años: había padecido sarampión, a los tres días de enfermar llaman al médico tras darle zumos de limón, con lavadas antisépticas y suero mejora.

d) Niño de cinco años: seis días enfermo, tratado con suero, lavados antisépticos, sopas con vino y café con leche, pasados unos días sana.

e) Niña de dos años: hermana del anterior, enferma tras sanar él. Llega a 40º. Aplicando las mismas medidas muere al cuarto día. También fallece una niña de un año pese a los mismos tratamientos que los anteriores y que otro niño de seis años que sana. Una década después, un médico anónimo no duda en escribir que “de todas las enfermedades que amenazan a la infancia, ninguna quizás más mortífera que la angina diftérica” (Anónimo, 1905, pp. 1). La mortalidad infantil en Navarra había sido alta a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX para descender posteriormente y aumentar esporádicamente en la segunda mitad del XIX por epidemias puntuales como la de cólera en 1855 ( ), tifus, viruela, sarampión etc. (García-Sanz, 1985, pp. 380-381).

De los veintiséis casos, dieciocho “han sido tratados escrupulosamente por la seroterapia más los medios locales y tratamiento general tónico que se creyó conveniente; y los restantes sólo han sido sometidos al tratamiento farmacológico por carecer de líquidos orgánicos cuando estos tuvieron lugar que fueron al comienzo de la epidemia” (Pérez Vicente, 1895, pp. 29-30).

De los dieciocho con tratamiento general fallecieron seis (33%) y de los ocho restantes tratados solo con medios farmacológicos fallecieron seis (75%). Las diferencias se deben a las desiguales condiciones de virulencia de la epidemia, de la mayor o menor infecciosidad, de la utilización de instrumentos precisos, “de la tenaz resistencia que por tradición, oponen las familias a dejar que sus hijos sean operados en estas circunstancias. De haber sido posible saltar estos inconvenientes que en la práctica rural pesan más de lo que parece, seguramente habríase reducido el número de víctimas, puesto que hubo casos de inminente asfixia que pudieron haber sido tratados con el entubamiento, en la seguridad si no de curar al paciente al menos en la de ganar tiempo para el ulterior resultado de la seroterapia” (Pérez Vicente, 1895, pp. 32).

Antonio Pérez insiste en que no debe olvidarse tampoco la apatía de los labradores “en reclamar la asistencia facultativa en tiempo oportuno, ni menos desconocer el influjo nocivo que en las enfermedades ejercen la absoluta carencia de medios higiénicos, porque como se ve, son factores de reconocida monta etiológica que sumados a los demás coadyuvan al resultado final” (Pérez Vicente, 1895, pp. 32-33).

La eficacia del tratamiento farmacológico “ha sido casi nula, sobre todo en aquellos enfermos que por no tener dispuesto el suero oportunamente no se practicaron las necesarias inyecciones” (Pérez Vicente, 1895, pp. 33). Esto se acentúa por el carácter parasitario de la difteria “pues mientras el tratamiento no vaya directamente contra el microorganismo patógeno, como acontece con la seroterapia, todos los demás medios empleados no serán más que paliativos, ya que con ellos solo se llenan indicaciones sintomáticas. De aquí la diferente mortalidad observada desde que la ciencia cuenta ya con un remedio más eficaz y seguro, cual es el suero de caballo inmunizado” (Pérez Vicente, 1895, pp. 33-34),

Menor mortalidad en afectados exclusivamente en faringe por agentes aciflóricos mientras aumentaba con la proliferación de gérmenes infecciosos como estreptococos y estafilococos (Pérez Vicente, 1895, pp. 34).

Para Antonio Pérez, la seroterapia ha sido el tratamiento con mejores resultados. Se basaba en inyecciones del suero procedente de un animal inmunizado. Se empieza a aplicar en Italia en 1859 y mejora su utilización con los avances científicos: “al reflexivo y eminente Roux se debe el perfeccionamiento de la seroterapia, pues ampliando las experiencias que en Alemania hiciera con muy buen resultado el doctor Behring en 1890, nos da a conocer en 1894 un método de experimentación lleno de positivos adelantos que son conocidos por primera vez en el Congreso Internacional de Budapest” (Pérez Vicente, 1895, pp. 36).

Antes de suministrar inyecciones de suero se lavaba la región umbilical e ilica con agua caliente y jabón y luego con una solución antiséptica de ácido fénico al 9%. También se realizaba una rigurosa antisepsis de la jeringa con capacidad de veinte gramos de suero. Tras la inyección se ponía algodón fenicado en la picadura para evitar irritaciones en la piel y la entrada de agentes patógenos. Con el empleo de la seroterapia ha disminuido notablemente el número de víctimas, siendo el mejor de los métodos conocidos, “tanto más cuanto que la inoculación en la especie humana del suero previamente inmunizado es a todas luces inofensivo” (Pérez Vicente, 1895, pp. 40), siempre que se practique la seroterapia en buenas condiciones orgánicas y en el tiempo oportuno.

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