GEOGRAFIA E HISTORIA DE DONOSTIA-SAN SEBASTIAN

 

Geografía e

Historia de Donostia

S. Sebastián

Edición octubre 2013

Home

Aurkibidea - Indice

Aurkezpena - Presentación

Sarrera - Introducción

Klima - Clima

Geologia

Edafologia

Landaretza - Vegetación

Ibaiak - Ríos

Itsasoa - Mar

Historiaurrea - Prehistoria

Goi E. aroa - Alta E. Media

Forua - Fuero

Behe E. aroa - Baja E. Media

Edad Moderna- E. Moderna

XIX - XXI m.

Biztanlea - Población

Hiri  hazkundea - Geogr. urb.

Urbanismoa - Urbanismo

Garrailloak - Transportes

Hiri zerbitzuak - Servicios urb.

Ekipamenduak - Equipamientos

Parkeak - Parques

Ekonomia

Barrutiak - Enclaves

Ondarea - Patrimonio

Simbol.,  Elkarg. - Símbolos

Jaiak - Fiestas

Erakundeak - Organizaciones

Kirolak - Deportes

Bibliografia

 

 

4.1

EL BAJO URUMEA EN EPOCA PREHISTORICA Y ANTIGUA

© María Teresa IZQUIERDO

 

La Carta Arqueológica de Guipúzcoa nos presenta en lo que respecta al término municipal de Donostia un panorama ciertamente desolador en lo que se refiere al catálogo de yacimientos y hallazgos arqueológicos anteriores a la época medieval. Es presumible que los hipotéticos vestigios hayan sido completamente destruidos, o bien todavía no se hayan encontrado por hallarse sepultados bajo metros de sedimento de origen natural o antrópico, o incluso bajo el mar.

El desarrollo de las investigaciones en el campo de la arqueología prehistórica cantábrica ha primado hasta fechas recientes el estudio de aquellos yacimientos más fácilmente reconocibles, cuevas y monumentos megalíticos. Las lagunas debidas a este desarrollo desigual de las investigaciones han comenzado a verse completadas desde fines de los 80 gracias a los resultados positivos de los programas de prospección sistemática que se están llevando a cabo en Guipúzcoa tratando de localizar yacimientos de habitación al aire libre.

En lo que concierne a la arqueología histórica, el fuerte crecimiento urbano de los últimos diez años, unido a una mayor sensibilidad social e institucional por la protección del patrimonio arqueológico, ha permitido un intenso desarrollo de las investigaciones en el medio urbano, y en este sentido la actual Donostia se está beneficiando de una especial atención por parte de los arqueólogos (1).

En este sentido, los sistemáticos trabajos de control de obras, sondeos y excavaciones, algunos de ellos todavía en curso en el momento en que se escriben estas líneas, se han centrado fundamentalmente en la Parte Vieja y sus aledaños, aportando evidencias materiales fundamentales para la reconstrucción histórica del pasado de la villa. En lo que se refiere a la época antigua, actualmente creemos estar en condiciones de confirmar la existencia de un núcleo de habitación en época antigua, gracias a los recientes y recurrentes hallazgos en el transcurso de estas intervenciones de cerámica y monedas inequívocamente datables en época romana.

Pero a pesar de lo alentador de los progresos realizados en el conocimiento del pasado más antiguo, el patrimonio arqueológico de época prehistórica, antigua e incluso altomedieval se encuentra en franca desventaja con respecto al de épocas más recientes. Con los instrumentos jurídicos actualmente disponibles, mientras no se intensifiquen de forma sistemática los trabajos de prospección y excavación arqueológica del subsuelo, en algunos casos hasta cotas muy profundas, la investigación y protección del patrimonio arqueológico correspondiente a épocas de las que pocos o ningún documento escrito nos ha llegado sólo podrá basarse en presunciones que aun siendo razonables y lógicas, forzosamente tienen un cierto grado de incertidumbre.

Lo que en estas líneas vamos a tratar de exponer no es más que una aproximación a las fases más antiguas de la historia de los habitantes del bajo Urumea y sus aledaños. Nos valdremos para ello fundamentalmente de los limitados vestigios arqueológicos procedentes de esta zona y su entorno más inmediato, sin obviar por supuesto aquellas informaciones útiles que las fuentes escritas de época romana nos hayan podido transmitir.

 

4.1.1 El Bajo Urumea en la prehistoria:

Hace 25.000 años: En la época de los cazadores-recolectores.

A lo largo del Cuaternario el paisaje ha experimentado importantes transfomaciones en función de las oscilaciones climáticas, y más recientemente, de la mano del hombre. La alternancia de períodos glaciares e interglaciares caracteriza precisamente la primera de las dos fases en las que se suele dividir el Cuaternario, es decir, el Pleistoceno.

Los estudios realizados hasta el momento han permitido constatar que hace unos 30.000 años, en plena glaciación Würm (último período glaciar conocido, que transcurre aproximadamente entre el 100.000 y el 10.000 B.P), el casquete glaciar invadía buena parte de Europa, y las bajas temperaturas reinantes reducían el volumen de las aguas continentales aportadas a la masa oceánica, hasta el punto de que la línea de costa se encontraba a varios kilómetros mar adentro de la actual (se calcula que de unos 12 a 15 km según los puntos).

Desde el final de la última glaciación, a lo largo de una prolongada y oscilante transición hacia el clima actual, las aguas marinas han ido invadiendo la franja de tierras que en plena glaciación eran tierra firme hasta perfilar la línea de costa actual. Por esta razón, es presumible que esa franja de varios kilómetros de anchura fuera habitada y explotada por grupos de cazadores-recolectores del paleolítico y por tanto en ella pudieran encontrarse vestigios materiales de sus actividades. Hoy por hoy estos hipotéticos vestigios no han sido localizados, pero no debemos perder de vista esta diferente situación geográfica de la zona objeto de nuestra exposición, sólo desde hace unos 10.000 años costera y hasta entonces alejada del litoral en varios kilómetros.

Para hacernos una idea aproximada del medio ambiente y los modos de vida de los grupos humanos que durante el Paleolítico habitaron y explotaron el bajo Urumea nos valdremos de los yacimientos localizados en las cuevas de Aitzbitarte, situadas sobre el arroyo de Landarbaso, curso tributario del Urumea. Los trabajos arqueológicos realizados hasta la fecha en estas cuevas han permitido recuperar evidencias materiales que nos acercan a las circunstancias en las que se desarrolló la vida de sus ocupantes desde hace unos 25.000 años.

Efectivamente, las huellas más antiguas de la ocupación humana del entorno de Landarbaso son datables en el Paleolítico superior inicial (hace unos 25.000 años). Dado que no disponemos de estudios paleobotánicos procedentes de estos yacimientos, hemos de recurrir a los estudios de pólenes procedentes de otros yacimientos más o menos próximos, para hacernos una idea del paisaje vegetal que servía de escenario a las actividades subsistenciales de los primeros pobladores del bajo Urumea. Así contamos por ejemplo con los yacimientos de las cuevas de Isturitz y Amalda, cuyos diagramas polínicos para este período han sido interpretados como indicadores de un paisaje de estepa, propio de un ambiente frío y seco que se suaviza en el paleolítico superior medio, es decir, hace unos 18.000 años (ISTURIZ, SANCHEZ 1990, p. 280). Evidentemente, el paisaje vegetal determina a su vez el espectro de especies animales cuya existencia es viable en este escenario. Ambos elementos, vegetación y fauna, indisociables en cualquier ecosistema, constituyen la gama de recursos potenciales básicos para la subsistencia de los grupos de cazadores-recolectores del Paleolítico.

Es difícil, sin embargo, llegar a determinar la importancia de la alimentación de origen vegetal, por falta de estudios de tipo arqueobotánico. En cambio, a través de los restos faunísticos recuperados en las cuevas de Aitzbitarte III y IV podemos caracterizar grosso modo la dieta alimenticia de sus pobladores en lo que respecta a su componente de origen animal.

Así, en todos los niveles de Aitzbitarte IV las especies mejor representadas entre los mamíferos ungulados son el ciervo y el sarrio; pero también aparecen en una proporción mucho menor los grandes bóvidos, la cabra montés, el corzo y el caballo (ALTUNA 1972, p. 161). En cambio, en Aitzbitarte III, según las informaciones publicadas hasta el momento por J. Altuna, director de la excavación todavía en curso, predominan los grandes bóvidos, bisonte y uro, siguiéndoles el ciervo y el sarrio (ARKEOIKUSKA 92, p. 187; ARKEOIKUSKA 96, p. 132).

Pero desde el final del Paleolítico Superior medio y en especial durante el Paleolítico Superior final, en los niveles adscritos al Magdaleniense (hace entre 15.000 y 10.000 años), se detectan cambios destacables en las prácticas subsistenciales. Junto con una tendencia a la caza especializada, que se deduce del todavía más acusado predominio del ciervo y el sarrio con respecto a las etapas precedentes en Aitzbitarte IV, se advierte por otra parte la existencia de una actividad de marisqueo que, aunque ya existía en fases precedentes y en otros yacimientos, como Isturitz, Urtiaga o Amalda, sin embargo, no parecía dirigida tanto a la alimentación sino a la obtención de materias primas para la confección de objetos de adorno (en forma de colgante, por ejemplo).

En cualquier caso, la importancia del marisqueo con respecto a otras prácticas subsistenciales como la caza sería todavía secundaria, sobre todo si la comparamos con la que alcanzará en el Epipaleolítico, fase de transición que supone el final del Paleolítico coincidiendo con el final de las glaciaciones y por tanto del Pleistoceno.

 

Su cultura material:

El mobiliario fabricado por los habitantes de las cuevas de Aitzbitarte y recuperado en el transcurso de las diversas campañas de excavación llevadas a cabo hasta el momento se compone fundamentalmente de utillaje lítico y óseo. Es más que posible que también se empleara la madera, sobre todo para la fabricación de útiles líticos (percutores) así como para el enmangue de armas arrojadizas, cuchillos y otros instrumentos; pero debido al problema de la conservación diferencial, la utilización de la madera no ha quedado evidenciada materialmente en el registro arqueológico.

La gama de útiles es muy amplia y representativa de los distintos períodos que conforman el Paleolítico Superior: las raederas, denticulados, raspadores, buriles y puntas foliáceas son algunos de los más frecuentes y representativos, apareciendo con sus diversas variantes correspondientes a los distintos momentos de ocupación de estas cuevas. (ALTUNA ET ALII 1995, ficha nº 596).

El utillaje óseo va creciendo en frecuencia y grado de elaboración a lo largo del Paleolítico Superior. Así se aprecia por ejemplo en Aitzbitarte IV donde los niveles más antiguos apenas aportan industria ósea hasta que en los niveles solutrenses encontramos un fragmento de bastón perforado junto a punzones, agujas, biseles y retocadores-compresores; y ya en el Magdaleniense, cuando en general se aprecia un desarrollo especialmente intenso del utillaje óseo, destaca la aparición de un nuevo útil, muy relacionado con los cambios que observamos en las prácticas subsistenciales. Nos referimos al arpón, cuya presencia se detecta en Aitzbitarte IV, en el nivel adscrito al magdaleniense final (ALTUNA ET ALII 1995, ficha nº 596).

Tanto la caza y la recolección como la búsqueda de materias primas para la fabricación de instrumentos u objetos de adorno exigirían a los habitantes del entorno de Aitzbitarte cierta movilidad en un radio difícil de precisar. Teniendo en cuenta la existencia de restos de malacofauna marina entre los residuos que dejaron en las cuevas de Aitzbitarte, se deduce lógicamente que en sus desplazamientos se acercaban hacia el litoral para llevar a cabo esas actividades de marisqueo, quizá en las aguas tranquilas de los estuarios que presumiblemente formaban las desembocaduras del Urumea o el Oiartzun, que no olvidemos, se encontraban más alejadas en aquella época de la línea que forma la costa actual.

El final del Pleistoceno y la consiguiente transición hacia el Holoceno provocaron lentas pero sustanciales tranformaciones en las condiciones medioambientales que hasta entonces habían marcado los modos de vida de los grupos humanos paleolíticos. A partir del Tardiglaciar, la transición hacia el clima actual se caracteriza por la tendencia hacia temperaturas medias y precipitaciones más elevadas. El cambio climático propició la elevación general del nivel de las aguas marinas debida al deshielo del casquete glaciar que cubría el norte y centro de Europa y los mayores aportes de las aguas continentales. Nos podemos hacer una idea de la magnitud de los cambios operados en la delineación de la costa atlántica europea si tenemos en cuenta por ejemplo que será a partir de estos momentos cuando las aguas del mar invadan y conformen lo que actualmente es el Canal de la Mancha, dando lugar al carácter insular de las tierras británicas, hasta entonces continentales.

En el caso de la costa cantábrica los estudios realizados hasta el momento sobre la evolución de la línea de costa no permiten todavía un conocimiento muy preciso de las modificaciones operadas. La tendencia a la elevación del nivel del mar ha sido evidenciada pero no parece que se pueda caracterizar como un ascenso continuado, ya que se han constatado oscilaciones de mayor o menor amplitud (CEARRETA, EDESO, UGARTE 1992, p. 87-90).

En lo que se refiere al paisaje vegetal, si para el Pleistoceno superior hemos de imaginar un paisaje abierto con escasas formaciones arbóreas, a partir del tardiglaciar el bosque caducifolio comienza a ganar terreno progresivamente (ISTURIZ, SANCHEZ 1990 p. 281). Esta transformación del paisaje vegetal afecta evidentemente tanto a la subsistencia del hombre como a la del resto de especies animales, suponiendo la extinción o el desplazamiento hacia latitudes más septentrionales de las especies incapaces de adaptarse a las nuevas condiciones, al mismo tiempo que la llegada y extensión de otras que encuentran aquí su medio ideal, como es el caso del jabalí. De la misma forma, la mayor proximidad del litoral marino justifica en parte la mayor importancia del marisqueo como práctica subsistencial a partir del Magdaleniense final y especialmente durante el Epipaleolítico (IMAZ 1990, p. 274).

En cualquier caso, las estrategias subsistenciales basadas en la caza y la recolección perduraron en el País Vasco atlántico hasta por lo menos la segunda mitad del IV Milenio a. C. (ARMENDARIZ 1997, p. 25). Pero con la introducción de la agricultura y la ganadería, la caza y la recolección fueron perdieron importancia pasando a ocupar un lugar cada vez más secundario en la dieta alimenticia de las poblaciones prehistóricas.

 

Hace 5.000 años: Los primeros agricultores y ganaderos.

El Neolítico se suele identificar en el registro arqueológico por la aparición de evidencias materiales de prácticas agrícolas y ganaderas, así como por la presencia de la cerámica y la técnica del pulimentado para la fabricación de útiles líticos. Sin embargo, la mera constatación de la presencia de cerámica en un yacimiento no tiene por qué significar que sus portadores conocieran o practicaran la agricultura o la ganadería, y de hecho esto es lo que el registro arqueológico viene constatando en buena parte de Europa, especialmente en su fachada atlántica.

Teniendo en cuenta que las primeras evidencias de agricultura y domesticación se han localizado en el Próximo Oriente Asiático y datan aproximadamente del 7000 a. C., se puede decir que la Europa atlántica y dentro de ella la fachada cantábrica peninsular se incorporan con cierto retraso al proceso general de neolitización. De hecho, la caza y la recolección siguieron practicándose simultáneamente con la agricultura y la ganadería durante bastante tiempo, de modo que el desplazamiento definitivo de las primeras por las segundas como fuente principal de recursos debió de darse a partir del III Milenio a. C., es decir, en pleno Calcolítico, período con el que se inaugura la denominada Edad de los Metales.

Los más antiguos indicios explícitos de prácticas productoras de alimentos cercanas al bajo Urumea se han hallado en la cueva de Marizulo, en Urnieta. La excavación de este yacimiento permitió descubrir los restos de un hombre joven inhumado junto a un perro y un cordero en un nivel arqueológico datado en torno a mediados del IV milenio a. C.(ALTUNA 1980, p. 18-19).

Es precisamente la ganadería y en concreto el pastoreo trashumante la actividad principal que tradicionalmente se ha atribuido a los constructores de megalitos de la vertiente cantábrica. Esta caracterización económica se apoya fundamentalmente en la coincidencia de la situación de los monumentos con la de las tradicionales rutas de pastoreo trashumante que recorren la distancia entre los pastos invernizos próximos al litoral y los pastos de verano en las sierras de Aitzgorri y Aralar. Sin embargo, actualmente no todos los especialistas se muestran totalmente de acuerdo con esta hipótesis, ya que en su opinión el pastoreo trashumante no es posible si no es como actividad especializada dentro de una sociedad agrícola compleja (ANDRES 1990, p. 148-150).

En cualquier caso, hoy por hoy no disponemos de datos suficientes sobre la importancia de la agricultura que presumiblemente con mayor o menor intensidad también debieron practicar estos constructores de megalitos. Es de esperar que en los próximos años la mayor atención que los arqueólogos prestan actualmente a la recuperación de restos susceptibles de estudio arqueobotánico permita contar con bases empíricas más sólidas a partir de las cuales se pueda precisar y ponderar la importancia relativa de la agricultura y la ganadería en el marco de las estrategias subsistenciales de las primeras comunidades productoras cantábricas.

El desarrollo tanto de la agricultura como de la ganadería hubo de conllevar el clareo de los bosques mediante tala y/o rozas, así como desmontes para la preparación de zonas de cultivo y terrenos de pasto. Los hallazgos de útiles destinados a este tipo de actividades, como por ejemplo un hacha pulida hallada fortuitamente en los terrenos del depósito de aguas de Putzueta en Txoritokieta (ARKEOIKUSKA 94, pág. 254-255), constituyen un modesto testimonio material de los esfuerzos de aquellas gentes por abrir espacios para la roturación y el pasto, así como para la construcción de moradas, cuyos vestigios hoy por hoy permanecen ocultas a los ojos de los arqueólogos.

Suponemos que estas viviendas debían de ser modestas cabañas construidas con materiales perecederos, como la madera, con suelos apisonados o semiexcavados en la roca, aprovechando allí donde era factible la roca del lugar, no lejos de las zonas de cultivo o los pastizales. Desgraciadamente, este tipo de hábitat resulta muy difícil de detectar por el arqueólogo ya que el paso del tiempo se encarga de ocultar, cuando no de destruir las endebles huellas de su existencia.

Pero la dificultad para localizar yacimientos de habitación al aire libre, que sin duda en alguna parte hubieron de existir, hace que el aspecto mejor conocido del Neolítico y el Calcolítico en nuestro entorno sea el correspondiente a las prácticas funerarias de estas poblaciones, y en concreto, sus lugares de enterramiento, es decir, los monumentos megalíticos.

En el actual término municipal de Donostia-San Sebastián y sus aledaños se localizan varias estaciones megalíticas de diversa importancia. Su descubrimiento es relativamente reciente, de fines de los 70 y sobre todo primeros años 80. Sin embargo, de la mayoría de ellos sólo conocemos sus restos emergentes en superficie. Es por ello que la datación genérica de estos monumentos, entre el final de Neolítico y el inicio de la Edad del Bronce para los dólmenes y túmulos, y en la Edad del Hierro para los monolitos y círculos de piedras (conocidos habitualmente como menhires y crónlech respectivamente, si bien no son los términos más apropiados) haya de ser considerada como hipotética y provisional, a falta de excavaciones que permitan contrastar su verosimilitud en cada uno de los casos.

Nos detendremos siquiera someramente a señalar los aspectos más destacables de las informaciones disponibles hasta el momento sobre estos monumentos centrándonos en primer lugar en los monumentos que a priori se pueden datar con anterioridad a la Edad del Hierro. Nos basaremos para ello principalmente en las informaciones que nos ofrece el volumen de la Carta Arqueológica de Guipúzcoa dedicado a este tipo de monumentos (ALTUNA ET ALII 1990).

En los aledaños de la cima de Igeldo-Mendizorrotz se concentran una serie de monumentos de diferentes tipos: dólmenes, túmulos y cromlech. Constituyen la estación megalítica de Igeldo. Todos ellos se han descubierto en un breve período de tiempo, entre 1981 y 1984, pero ninguno de ellos ha sido excavado. Se sitúan más o menos agrupados: los túmulos en el sector más occidental del cordal, en los términos municipales de Orio y Usúrbil, más al noreste, ya en el término municipal de Donostia-San Sebastián se encuentran los dólmenes de Mendizorrotz II, Iturrieta y Arrobizar; y entre unos y otros se encuentran los círculos o cromlech de Aitzazate I y Mendizorrotz I, en principio datables en la edad del Hierro.

Desgraciadamente, por diferentes causas algunos de ellos se han visto afectados en su conservación, e incluso uno de ellos, el dolmen de Mendizorrotz II, quedó destruido en 1989 a consecuencia de trabajos de explanación para la construcción de un chalet. De él no nos quedan más que los escasos y dispersos materiales que investigadores de la Sociedad Aranzadi pudieron rescatar tras un rastreo concienzudo de las tierras removidas una vez consumada su destrucción: una punta de flecha, un pequeño raspador, varias lascas retocadas y sin retocar. Estos objetos les han permitido datar el monumento desaparecido en el Calcolítico, período también denominado Edad del Cobre o Eneolítico, es decir, la fase de transición entre el Neolítico y la Edad del Bronce. No es éste monumento el único afectado por la mano del hombre, ya que el túmulo de Tontortxiki III se encuentra prácticamente arrasado, y en los túmulos de Tontortxiki I y Tontortxiki II se puede apreciar un cráter central, debido quizá a la búsqueda de objetos de valor alimentada por la vieja tradición popular de la existencia de "tesoros" en estos monumentos.

En las laderas del monte Andatza han sido localizados 8 dolmenes y una cista, ésta última de cronología no precisable. En concreto en el pertenecido de Zubieta se encuentran tres dolmenes: Olaiko, Karramiolotz y Arkutxa. Los tres fueron descubiertos en 1983, ninguno de ellos ha sido excavado.

La estación de Txoritokieta comprende un único dolmen, Aitzetako Txabala y un monolito. El dolmen fue excavado en 1963 por J. M. Barandiarán, sin que se recuperara material alguno. El monolito, situado en las cercanías del caserío Floreaga, sirve actualmente de mojón de término o mugarri entre los términos municipales de Astigarraga y Rentería. Su cronología resulta difícil de determinar a falta de una excavación, pero posiblemente su presencia se remonta a la época prehistórica.

La estación de Igoin-Akola se encuentra en el cordal que se extiende desde Fagollaga (Hernani) hasta el arroyo de Landarbaso, donde contamos con una importante concentración de monumentos: catorce dolmenes, un túmulo y un monolito. En el pertenecido de Landarbaso, término municipal de Donostia-San Sebastián, se ubican ocho dólmenes. Aunque algunos de ellos, fundamentalmente los que se encuentran en el entorno de Epeleko, en Hernani, se conocen desde las primeras décadas de este siglo, los localizados en las laderas de Landarbaso han sido descubiertos a finales de los años 70 y sobre todo en los primeros años 80. Sólo uno de ellos ha sido excavado, se trata del denominado Landarbaso I.

La excavación de este monumento fue llevada a cabo en 1950 por T. Atauri, J. Elósegi y M. Laborde. Bajo un túmulo de unos 10 m de diámetro se encontraba la cámara de planta rectangular, formada por cuatro losas, bajo la cual se descubrió la existencia de una pequeña fosa circular. Los materiales recuperados por la excavación fueron escasos, constatación habitual en estos monumentos megalíticos: una pequeña hacha pulida, y diversas piezas de sílex tallado, entre las que destaca un microlito geométrico, junto con un recipiente cerámico fragmentado de forma ovoidea, que muy posiblemente corresponde a una intrusión muy posterior a la utilización del monumento como lugar de enterramiento.

 

Hace 3.000 años: Los primeros poblados .

En torno al 800 a. C., a partir del final de la Edad del Bronce y con el advenimiento de la Edad del Hierro, podemos contar con evidencias arqueológicas claras de un poblamiento más o menos agrupado que podríamos calificar como propio de comunidades de aldea.

Insistiendo en lo incipiente y provisional de las conclusiones a las que hoy por hoy podemos llegar con las evidencias disponibles, podemos afirmar que la Edad del Hierro en general supone cambios destacables con respecto a todo lo anterior, especialmente tanto en lo que se refiere al poblamiento como a las costumbre funerarias.

La mayor parte de los poblados guipuzcoanos conocidos hasta ahora se encuentran en el espacio comprendido entre los valles del Oria y el Deba. Pero en fechas recientes hemos podido confirmar la existencia de un nuevo poblado en el Bajo Urumea en la cima de Santiagomendi (Astigarraga). Los trabajos de campo realizados hasta el momento, consistentes en prospecciones con catas en 1993, 1994 y 1997 y una primera campaña de excavación en 1998, nos permiten proponer una datación a caballo entre la Edad del Hierro y la época romana, más concretamente altoimperial. Esta propuesta cronológica se basa en los diversos tipo de cerámica recuperados hasta el momento y tiene bastante de provisional en tanto no contemos con dataciones absolutas radiocarbónicas o de otro tipo (ARANZADIANA 97, p. 22-23).

Nuestros conocimientos sobre los modos de vida de las gentes que ocupaban estos poblados van progresando a medida que avanzan las investigaciones de campo y laboratorio. Con las informaciones disponibles hasta el momento podemos señalar una serie de características propias de estas ocupaciones:

Su ubicación en lugares elevados de fácil defensa y amplio control visual.

La presencia en ellos de zonas aterrazadas y gruesos muros cuya finalidad bien pudiera ser defensiva, pero no han de descartarse otras posibilidades.

La difícil conservación de sus estructuras de habitación debido muy posiblemente a lo endeble de las construcciones. Sólo en el poblado de Intxur se han localizado restos de cabañas con el suelo semiexcavado en la roca, cuyas paredes debían de levantarse a base de postes de madera y adobe (ARKEOIKUSKA 93, p. 183-186).

Los estudios arqueobotánicos confirman la existencia de prácticas agrícolas y ganaderas en el interior y los alrededores de estos poblados con un sensible impacto en el paisaje vegetal circundante, afectado por acciones deforestadoras que impidiendo la recuperación natural del bosque. Sabemos, por ejemplo, que los habitantes del poblado de Intxur (Albistur- Tolosa) cultivaban leguminosas y cereales (IRIARTE CHIAPUSSO 1997, p. 676). Por otra parte, aun siendo presumibles, apenas contamos con evidencias de prácticas ganaderas pero ello puede deberse a lo problemático de la conservación de restos óseos en este y otros yacimientos debido a la acidez del terreno.

En cuanto a su cultura material, se puede decir que estas poblaciones presentan enseres en general de factura simple y deudora en gran medida de tradiciones anteriores. Ni siquiera abandonan completamente la piedra como materia prima para la fabricación de instrumentos.

Sus recipientes cerámicos son elaborados a partir de técnicas muy sencillas: se trata de recipientes con formas simples, hechos a mano, es decir, no torneados. A veces presentan decoraciones plásticas, es decir, consistentes en la aplicación de arcilla a sus paredes antes de su cocción. Los estudios realizados sobre el tipo de arcillas empleadas y su preparación permiten deducir la procedencia de las mismas, generalmente muy próxima a los poblados (OLAETXEA 1997, p. 120-128). Ello y en general la tecnología empleada sugiere que estos productos son fabricados en un ámbito muy probablemente doméstico, no tratándose tanto de una actividad especializada realizada a tiempo completo, propia de sociedades complejas, sino más bien una actividad familiar y complementaria destinada principalmente al autoconsumo.

En cuanto a las prácticas funerarias en este período final de la prehistoria, en consonancia con lo que ocurre en el resto de Europa occidental, se adopta la incineración como nuevo ritual frente a la perduración desde el Neolítico de los enterramientos por inhumación colectiva en cuevas, dólmenes y túmulos. La introducción del nuevo ritual se ha atribuido tradicionalmente a invasiones de gentes de origen indoeuropeo que procedentes de Centroeuropa habrían penetrado por el Pirineo Oriental y Occidental en la Península Ibérica.

Pero los arqueólogos son conscientes desde hace tiempo de que la correspondencia directa entre cultura material y etnia es muy difícil de demostrar arqueológicamente, y los cambios en la cultura material pueden deberse tanto a estímulos externos de variada índole, como invasiones o intercambios de ideas y objetos, como a estímulos internos.

Sea cual fuere el factor o factores del cambio, internos o externos, lo cierto es que las gentes afincadas en el Pirineo Occidental, y para ser más precisos los habitantes del sector nororiental de Guipúzcoa, adoptaron la incineración como ritual de enterramiento a partir del Bronce final, pero con la peculiaridad de que sus restos incinerados, muy frecuentemente desprovistos de ajuar o reducido éste al mínimo, se depositaban en el interior de ese espacio más o menos circular delimitado por bloques de piedra, que habitualmente denominamos como crónlech o "círculo de piedras", en lugar de introducir sus cenizas en urnas cerámicas depositadas en pequeñas fosas, como lo hacían por ejemplo al sur de la divisoria de aguas cántabro-mediterránea.

Sin embargo, el cambio en el ritual no significó un cambio en el tipo de emplazamiento de los enterramientos, ya que siguen eligiéndose los collados y laderas donde anteriormente se habían erigido dólmenes y túmulos. Así se constata, por ejemplo, en la estación megalítica de Igeldo-Mendizorrotz,. donde los cronlech de Aitzazate I y Mendizorrotz I se intercalan entre dólmenes y túmulos. Pero donde realmente es más intensa la presencia de los cromlech o círculos de piedras es en la zona del monte Adarra y sus inmediaciones. Estos parajes forman parte del cordal Onyi-Mandoegi, donde aparece casi exclusivamente este tipo de monumentos con sus diversas variantes ( de los 21 monumentos censados en esta estación por la Carta Arqueológica, 14 son cromlech, frente a sólo 4 dólmenes, 1 monolito y 1 cista). Más al Este, en el entorno de Oiartzun el cromlech es el unico tipo de monumento conocido (ALTUNA ET ALII 1990).

Llama especialmente la atención el hecho de que en cambio apenas conozcamos evidencias de hábitat próximo en esta zona de intensa distribución de los cromlech, y a la inversa, allí donde se han podido localizar poblados sin embargo no se hayan localizado, al menos por el momento, evidencias funerarias de las gentes que los habitaron. ¿Responde esta mutua exclusión a la existencia de prácticas funerarias y modelos de asentamiento diferentes en una y otra zona, o a lagunas de la investigación? Posiblemente es la primera hipótesis la más verosímil, pero también es cierto que para demostrarla habrá que esperar a los resultados de investigaciones todavía en curso.

 

4.1.2 LA EPOCA ANTIGUA

Pese a que para ninguno de los oppida várdulos mencionados por el escritor Plinio Segundo en torno al 77 d.C. haya sido admitida una clara identificación con la actual Donostia (BARANDIARAN 1973, p. 42), apenas nos caben dudas actualmente de la existencia de un asentamiento de época romana en algún lugar de la actual Parte Vieja o sus aledaños. Pero antes de exponer los indicios que nos llevan a esta afirmación conviene que nos detengamos a analizar el contexto histórico que los propicia y a fin de cuentas los explica.

Las fuentes escritas de época romana, y en concreto, la Geografía de Estrabón escrita y corregida entre el 18 a.C. y el 7 d.C, nos proporciona el testimonio más antiguo sobre los habitantes de las montañas del norte peninsular. Su descripción nos los presenta como gentes rudas e incivilizadas (ESTRABON, III, 3-7). Aunque esta imagen es ideológicamente sesgada y no se basa en un conocimiento de primera mano de la realidad que pretende describir, sería equivocado invalidar totalmente esta fuente, por cuanto la intencionalidad del autor griego responde a la enorme distancia cultural que le separa a él y a los receptores de sus informaciones de las gentes que pretende describir. Desde luego, a juzgar por la evidencia arqueológica, los modos de vida de las gentes que al menos a la llegada de Roma habitaban entre cántabros y vascones estaban lejos de poder ser consideradas a los ojos de un personaje griego o romano como civilizadas.

Al describir la rudeza y salvajismo de los habitantes de las montañas del Norte peninsular, el geógrafo concluye elogiando la "acción civilizadora" de las legiones instaladas por Augusto y Tiberio en este territorio, gracias a las cuales estos pueblos han conseguido superar la incomunicación y ahora conocen las formas de vida civilizadas.

Pero quizá Estrabón nos presenta un panorama demasiado optimista. La confrontación de sus alabanzas con la realidad arqueológica revela, al menos en el territorio cantábrico peninsular, la desigual intensidad y extensión de las transformaciones operadas en las estructuras sociales, económicas y culturales indígenas a lo largo de siglos de dominio romano. Más aún, si aguzamos el enfoque hacia el territorio guipuzcoano, los contrastes resultan todavía más nítidos.

La incidencia de la dominación romana tiene su reflejo más precoz y explícito en el Bajo Bidasoa, a cuyas orillas surge un asentamiento que viene identificándose como la Oiasso mencionada por Estrabón en época augústea. Esta cronología se ve perfectamente corroborada por la datación en torno al cambio de Era de los materiales cerámicos y numismáticos más antiguos, procedentes del casco urbano de Irún y la zona minera de Peñas de Aia (ESTEBAN 1990, pp. 277-289, 379-381). Se trata, por tanto, de uno de los primeros núcleos surgidos en la costa cantábrica, si no es el más antiguo.

Desde su creación poco antes del cambio de Era hasta la época flavia, el enclave vascón debió de servir fundamentalmente a necesidades estratégicas, funcionando como puesto de control a caballo entre dos regiones recientemente sometidas, el territorio cantábrico y la Aquitania meridional. Ello nos explicaría su posición como terminal de la vía que, discurriendo en su mayor parte por el valle del Ebro, conectaba la fachada cantábrica oriental con Tarraco, capital de la provincia Citerior Tarraconense, desde donde se organizaba la ocupación y explotación de los territorios conquistados. Pero ni las fuentes escritas, ni las fuentes arqueológicas nos ofrecen datos objetivos como para considerar que la creación de Oiasso tuviera un eco inmediato ni profundo en la realidad indígena.

Con el advenimiento de la dinastía flavia se produce un nítido punto de inflexión en el proceso de implantación y transformación del territorio peninsular. El turbulento final de la dinastía julio-claudia, con el suicidio de Nerón y el desencadenamiento de una auténtica guerra por el poder imperial se había saldado con la quiebra de la hacienda imperial. La llegada de Vespasiano al poder tuvo como efecto inmediato una sistemática política de drenaje de recursos económicos hacia Roma con el fin de sanear y revitalizar las exhaustas arcas imperiales. Vespasiano y sus sucesores son los auténticos artífices de la explotación sistemática e intensiva del potencial económico del norte de Hispania, y como consecuencia, su transformación social y cultural. Y los efectos de esta política se hacen notar especialmente en la costa del Cantábrico oriental (ESTEBAN 1990, p. 355-358).

La costa cantábrica no había ofrecido hasta entonces grandes atractivos a ls ojos de Roma. Pero la intensificación de la explotación económica de los territorios septentrionales de Hispania va a estimular la navegación a lo largo del litoral cantábrico y con ello va a surgir la necesidad de instalar establecimientos en la misma que por un lado den servicio a las embarcaciones proporcionándoles puntos de refugio y recalado, y al mismo tiempo funcionen como puertos de entrada y salida de productos procedentes de su entorno inmediato, o de zonas más alejadas. Esta actividad generará a su vez una explotación más intensiva de los recursos potenciales situados en el entorno de los asentamientos.

Desde este punto de vista, la posición del Bajo Urumea cobra un relativo interés como potencial punto de apoyo a la Via Maris, ruta de navegación que posibilita la circulación de bienes e ideas a lo largo de la costa cantábrica.

En este contexto hemos de insertar y explicar la aparición de toda una serie de testimonios, escritos y arqueológicos; a veces simples indicios, de la nueva dinámica de ocupación del litoral cantábrico, entre los que cuales se encuentran los hallados en el entorno de la desembocadura del Urumea.

 

¿Un asentamiento al pie de Urgull?

Si tenemos en cuenta que el tráfico a lo largo de la Via Maris, es decir, la ruta marítima que recorría el litoral atlántico desde Gades, requería una red de puertos y puntos de refugio en la costa, no resulta descabellado pensar que la desembocadura del Urumea fuera uno de ellos. La existencia de una navegación de altura, reservada a los transportes de gran volumen con puertos de salida y arribada en grandes puntos redistribuidores -como eran Gades, Brigantium y Burdigala, es decir, Cádiz, A Coruña y Burdeos-, no era incompatible con la existencia de circuitos a menor escala. De hecho, en una zona donde las comunicaciones terrestres eran más bien dificultosas para el trasiego de mercancías, la alternativa de las comunicaciones marítimo-fluviales era infinitamente más ventajosa.

Las características geográficas de la costa cantábrica han propiciado que históricamente los puntos más favorables para el recalado y fondeo de embarcaciones hayan coincidido mayoritariamente con desembocaduras de cursos fluviales, especialmente allí donde la desembocadura se configure como estuario o ría, ofreciendo la posibilidad incluso de remontar el curso de la desembocadura combinando así el tráfico marítimo con el fluvial (ESTEBAN 1990, p. 102-129).

La bahía de la Concha con la desembocadura del Urumea, navegable al menos hasta las inmediaciones de Hernani, constituía un emplazamiento que reunía los requisitos más favorables para el establecimiento de un asentamiento que cumpliera esa doble función: facilitar la navegación ofreciendo refugio en una amplia zona de fondeo y, al mismo tiempo, servir de puerto de entrada y salida de productos aprovechando el curso del Urumea para dirigir los flujos de intercambio entre la costa y el interior.

Los testimonios materiales que confirman esta hipótesis han venido aflorando desde hace años en circunstancias diversas. Desgraciadamente, todos ellos han sido localizados en contextos no primarios, es decir, desplazados de su lugar de deposición original, lo que dificulta seriamente la interpretación histórica de todos estos indicios, pero en absoluto han de ser desdeñados por esta razón. Dado que buena parte de estos materiales están todavía en curso de estudio para su publicación, nos limitaremos a exponer sucintamente las líneas maestras de la lectura histórica de que de los mismos podemos hacer en estos momentos.

Así, intentando obtener a través de todos ellos una información coherente con el contexto histórico, podemos proponer siquiera a modo de hipótesis a confirmar una mínima caracterización, si se quiere virtual, de este asentamiento.

Comencemos en primer lugar por su ubicación. Los materiales de época romana aparecidos hasta el momento se han localizado dispersos en un radio relativamente amplio en torno a la Parte Vieja: en la bahía de la Concha (ESTEBAN 1990, p. 173 y 296), en el subsuelo de las calles Esterlines y Embeltrán (IZQUIERDO 1997, p. 408), el Mercado de la Brecha (LOPEZ COLOM ET ALII 1997, p. 161) y la Alameda del Boulevard (información oral que agradecemos a M. Ayerbe y C. Fernández responsables de la excavación). Si excluímos los hallazgos de la Bahía de la Concha, la localización del resto de los indicios invita a considerar el subsuelo de la Parte Vieja como el emplazamiento más probable para un pequeño núcleo de población, al pie del monte Urgull sobre uno de los extremos del tómbolo que apenas separaba la bahía de la desembocadura del Urumea.

Pasemos ahora a considerar el marco cronológico en que se pareció desarrollarse la actividad de este asentamiento:

La datación de los materiales más expresivos en este sentido nos permite remontar su aparición a la época flavia, es decir, el último cuarto del siglo I d. C., fechas a las que cabe adscribir el pequeño fragmento cerámico de Terra Sigillata hispánica hallado en la calle Embeltrán, en un relleno de época moderna junto a la muralla medieval (IZQUIERDO 1997, p. 396). Esta cronología concuerda perfectamente con la de buena parte de los establecimientos costeros del Cantábrico (FERNANDEZ OCHOA, MORILLO CERDAN 1994, p. 179).

En lo concerniente al final del asentamiento, los materiales son poco expresivos, a excepción de una moneda muy deteriorada pero con muchas probabilidades de ser tardía, hallada igualmente en la calle Embeltrán (información oral que hemos de agradecer a M. Ayerbe y A. I. Echevarria). Las cerámicas comunes halladas en el mismo lugar y no lejos de allí, a raíz del control arqueológico de las obras de remodelación del antiguo Palacio Collado, en la calle Esterlines, nos remiten con mucha probabilidad pero no total certeza a la época tardía, a los siglos III o IV (IZQUIERDO 1997, p. 408).

En cuanto al tipo de actividad que sustentaba la existencia del establecimiento, ya ha quedado sobradamente enunciada su vocación como pequeño centro redistribuidor a escala local. Por un lado, sería lugar de recepción de mercancías transportadas por vía marítima desde otros puntos del Cantábrico, como la cercana Oiasso u otros más alejados como Flaviobriga (Castro Urdiales), y por otro lado, facilitaría el embarque hacia esos mismos puntos de los diversos productos procedentes de su hinterland, especialmente aguas arriba del Urumea. Al mismo tiempo, este asentamiento podía ser un punto de apoyo más a la navegación de cabotaje por el Cantábrico, ofreciendo su bahía como lugar de refugio cuando la mar se ponía difícil, o simplemente asegurando el suministro de agua, víveres o repuestos requeridos por las embarcaciones que surcaban las difíciles aguas cantábricas.

Con las informaciones disponibles actualmente no es posible trazar un cuadro más preciso acerca de la extensión, los ritmos y la proyección económica de este establecimiento. Para ello harían falta más datos, y en especial nuevos hallazgos que permitan delimitar mejor su ubicación precisa, extensión y organización de la zona habitada.

Queda por último, y ello nos sirve para concluir nuestra contribución y enlazar con el período altomedieval, preguntarse por la continuidad de esta ocupación de época romana más allá de la época tardía.

El Cronicón de Hidacio menciona el saqueo por los hérulos de las costas várdulas en el año 456 a su regreso de una expedición que les había llevado hasta la costa gallega. ¿Podría incluirse entre los núcleos asolados el que nos ocupa? Es una posibilidad no descartable ya que sabemos que otros núcleos costeros cantábricos perduraban con mayor o menor prosperidad en estas fechas (FERNANDEZ OCHOA, MORILLO CERDAN 1994, p. 190), y desde luego, algún atractivo debía quedar en ellos para que la expedición hérula los asolase.

Otro indicio a considerar en favor de cierta continuidad, no tanto física sino más bien prendida en la memoria histórica, se halla en el controvertido y no menos conocido documento apócrifo que recoge la donación del monasterio de San Sebastián al monasterio de San Salvador de Leire. En él se atribuye a Sancho el Mayor la inclusión entre los bienes donados de illam villam quam antiqui dicebant Yzurum. No cabe duda a los medievalistas de la falsedad del documento, que podría haber sido redactado fines del siglo XII, pero en opinión de algunos no se puede descartar una fundación del monasterio de San Sebastián en el Antiguo en los primeros años del siglo XI y su posterior donación al monasterio legerense por Sancho IV a mediados del mismo siglo (BARRENA 1989, p. 250). La incógnita que se nos plantea y quizá algún día se pueda despejar es la siguiente: ¿A qué antiqui se refiere el autor del documento? o lo que casi es lo mismo, ¿era acaso Yzurum el nombre que habían dado al asentamiento sus pobladores en época romana o tardoantigua?

 

1 Hemos de manifestar desde aquí nuestra deuda científica para con todas aquellas personas e instituciones cuya labor a lo largo de años ha hecho posible que contemos con los datos arqueológicos en los que se ha apoyado esta contribución. Sería imperdonable no mencionar de entre ellos siquiera a los compañeros de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, y en especial a los que desde sus secciones de Arqueología Prehistórica e Histórica se han venido ocupando del patrimonio arqueológico guipuzcoano.

2 En su obra "La vida civil y mercantil de los vascos a través de sus instituciones jurídicas" San Sebastián 1923

3 Según la investigación de Jesús María de Leizaola: Descubrimiento de un traslado autorizado del Fuero de San Sebastián, extendido el año 1474. Notas acerca de la troncalidad en Gipuzkoa. - En: Yakintza, 1935, pags. 43-47

 


Geografía e Historia de Donostia-San Sebastián / Juan Antonio Sáez García, Javier Gómez Piñeiro... et al

 © ingeba y autores/as . Reservados todos los derechos