La Carta Arqueológica de Guipúzcoa nos presenta en lo que respecta al
término municipal de Donostia un panorama ciertamente desolador en lo que se
refiere al catálogo de yacimientos y hallazgos arqueológicos anteriores a la
época medieval. Es presumible que los hipotéticos vestigios hayan sido
completamente destruidos, o bien todavía no se hayan encontrado por hallarse
sepultados bajo metros de sedimento de origen natural o antrópico, o incluso
bajo el mar.
El desarrollo de las investigaciones en el campo de la arqueología
prehistórica cantábrica ha primado hasta fechas recientes el estudio de
aquellos yacimientos más fácilmente reconocibles, cuevas y monumentos
megalíticos. Las lagunas debidas a este desarrollo desigual de las
investigaciones han comenzado a verse completadas desde fines de los 80 gracias
a los resultados positivos de los programas de prospección sistemática que se
están llevando a cabo en Guipúzcoa tratando de localizar yacimientos de
habitación al aire libre.
En lo que concierne a la arqueología histórica, el fuerte crecimiento
urbano de los últimos diez años, unido a una mayor sensibilidad social e
institucional por la protección del patrimonio arqueológico, ha permitido un
intenso desarrollo de las investigaciones en el medio urbano, y en este sentido
la actual Donostia se está beneficiando de una especial atención por parte de
los arqueólogos (1).
En este sentido, los sistemáticos trabajos de control de obras, sondeos y
excavaciones, algunos de ellos todavía en curso en el momento en que se
escriben estas líneas, se han centrado fundamentalmente en la Parte Vieja y sus
aledaños, aportando evidencias materiales fundamentales para la reconstrucción
histórica del pasado de la villa. En lo que se refiere a la época antigua,
actualmente creemos estar en condiciones de confirmar la existencia de un
núcleo de habitación en época antigua, gracias a los recientes y recurrentes
hallazgos en el transcurso de estas intervenciones de cerámica y monedas
inequívocamente datables en época romana.
Pero a pesar de lo alentador de los progresos realizados en el conocimiento
del pasado más antiguo, el patrimonio arqueológico de época prehistórica,
antigua e incluso altomedieval se encuentra en franca desventaja con respecto al
de épocas más recientes. Con los instrumentos jurídicos actualmente
disponibles, mientras no se intensifiquen de forma sistemática los trabajos de
prospección y excavación arqueológica del subsuelo, en algunos casos hasta
cotas muy profundas, la investigación y protección del patrimonio
arqueológico correspondiente a épocas de las que pocos o ningún documento
escrito nos ha llegado sólo podrá basarse en presunciones que aun siendo
razonables y lógicas, forzosamente tienen un cierto grado de incertidumbre.
Lo que en estas líneas vamos a tratar de exponer no es más que una
aproximación a las fases más antiguas de la historia de los habitantes del
bajo Urumea y sus aledaños. Nos valdremos para ello fundamentalmente de los
limitados vestigios arqueológicos procedentes de esta zona y su entorno más
inmediato, sin obviar por supuesto aquellas informaciones útiles que las
fuentes escritas de época romana nos hayan podido transmitir.
4.1.1 El Bajo Urumea en la prehistoria:
Hace 25.000 años: En la época de los cazadores-recolectores.
A lo largo del Cuaternario el paisaje ha experimentado importantes
transfomaciones en función de las oscilaciones climáticas, y más
recientemente, de la mano del hombre. La alternancia de períodos glaciares e
interglaciares caracteriza precisamente la primera de las dos fases en las que
se suele dividir el Cuaternario, es decir, el Pleistoceno.
Los estudios realizados hasta el momento han permitido constatar que hace
unos 30.000 años, en plena glaciación Würm (último período glaciar
conocido, que transcurre aproximadamente entre el 100.000 y el 10.000 B.P), el
casquete glaciar invadía buena parte de Europa, y las bajas temperaturas
reinantes reducían el volumen de las aguas continentales aportadas a la masa
oceánica, hasta el punto de que la línea de costa se encontraba a varios
kilómetros mar adentro de la actual (se calcula que de unos 12 a 15 km según
los puntos).
Desde el final de la última glaciación, a lo largo de una prolongada y
oscilante transición hacia el clima actual, las aguas marinas han ido
invadiendo la franja de tierras que en plena glaciación eran tierra firme hasta
perfilar la línea de costa actual. Por esta razón, es presumible que esa
franja de varios kilómetros de anchura fuera habitada y explotada por grupos de
cazadores-recolectores del paleolítico y por tanto en ella pudieran encontrarse
vestigios materiales de sus actividades. Hoy por hoy estos hipotéticos
vestigios no han sido localizados, pero no debemos perder de vista esta
diferente situación geográfica de la zona objeto de nuestra exposición, sólo
desde hace unos 10.000 años costera y hasta entonces alejada del litoral en
varios kilómetros.
Para hacernos una idea aproximada del medio ambiente y los modos de vida de
los grupos humanos que durante el Paleolítico habitaron y explotaron el bajo
Urumea nos valdremos de los yacimientos localizados en las cuevas de Aitzbitarte,
situadas sobre el arroyo de Landarbaso, curso tributario del Urumea. Los
trabajos arqueológicos realizados hasta la fecha en estas cuevas han permitido
recuperar evidencias materiales que nos acercan a las circunstancias en las que
se desarrolló la vida de sus ocupantes desde hace unos 25.000 años.
Efectivamente, las huellas más antiguas de la ocupación humana del entorno
de Landarbaso son datables en el Paleolítico superior inicial (hace unos 25.000
años). Dado que no disponemos de estudios paleobotánicos procedentes de estos
yacimientos, hemos de recurrir a los estudios de pólenes procedentes de otros
yacimientos más o menos próximos, para hacernos una idea del paisaje vegetal
que servía de escenario a las actividades subsistenciales de los primeros
pobladores del bajo Urumea. Así contamos por ejemplo con los yacimientos de las
cuevas de Isturitz y Amalda, cuyos diagramas polínicos para este período han
sido interpretados como indicadores de un paisaje de estepa, propio de un
ambiente frío y seco que se suaviza en el paleolítico superior medio, es
decir, hace unos 18.000 años (ISTURIZ, SANCHEZ 1990, p. 280). Evidentemente, el
paisaje vegetal determina a su vez el espectro de especies animales cuya
existencia es viable en este escenario. Ambos elementos, vegetación y fauna,
indisociables en cualquier ecosistema, constituyen la gama de recursos
potenciales básicos para la subsistencia de los grupos de
cazadores-recolectores del Paleolítico.
Es difícil, sin embargo, llegar a determinar la importancia de la
alimentación de origen vegetal, por falta de estudios de tipo arqueobotánico.
En cambio, a través de los restos faunísticos recuperados en las cuevas de
Aitzbitarte III y IV podemos caracterizar grosso modo la dieta alimenticia de
sus pobladores en lo que respecta a su componente de origen animal.
Así, en todos los niveles de Aitzbitarte IV las especies mejor representadas
entre los mamíferos ungulados son el ciervo y el sarrio; pero también aparecen
en una proporción mucho menor los grandes bóvidos, la cabra montés, el corzo
y el caballo (ALTUNA 1972, p. 161). En cambio, en Aitzbitarte III, según las
informaciones publicadas hasta el momento por J. Altuna, director de la
excavación todavía en curso, predominan los grandes bóvidos, bisonte y uro,
siguiéndoles el ciervo y el sarrio (ARKEOIKUSKA 92, p. 187; ARKEOIKUSKA 96, p.
132).
Pero desde el final del Paleolítico Superior medio y en especial durante el
Paleolítico Superior final, en los niveles adscritos al Magdaleniense (hace
entre 15.000 y 10.000 años), se detectan cambios destacables en las prácticas
subsistenciales. Junto con una tendencia a la caza especializada, que se deduce
del todavía más acusado predominio del ciervo y el sarrio con respecto a las
etapas precedentes en Aitzbitarte IV, se advierte por otra parte la existencia
de una actividad de marisqueo que, aunque ya existía en fases precedentes y en
otros yacimientos, como Isturitz, Urtiaga o Amalda, sin embargo, no parecía
dirigida tanto a la alimentación sino a la obtención de materias primas para
la confección de objetos de adorno (en forma de colgante, por ejemplo).
En cualquier caso, la importancia del marisqueo con respecto a otras
prácticas subsistenciales como la caza sería todavía secundaria, sobre todo
si la comparamos con la que alcanzará en el Epipaleolítico, fase de
transición que supone el final del Paleolítico coincidiendo con el final de
las glaciaciones y por tanto del Pleistoceno.
Su cultura material:
El mobiliario fabricado por los habitantes de las cuevas de Aitzbitarte y
recuperado en el transcurso de las diversas campañas de excavación llevadas a
cabo hasta el momento se compone fundamentalmente de utillaje lítico y óseo.
Es más que posible que también se empleara la madera, sobre todo para la
fabricación de útiles líticos (percutores) así como para el enmangue de
armas arrojadizas, cuchillos y otros instrumentos; pero debido al problema de la
conservación diferencial, la utilización de la madera no ha quedado
evidenciada materialmente en el registro arqueológico.
La gama de útiles es muy amplia y representativa de los distintos períodos
que conforman el Paleolítico Superior: las raederas, denticulados, raspadores,
buriles y puntas foliáceas son algunos de los más frecuentes y
representativos, apareciendo con sus diversas variantes correspondientes a los
distintos momentos de ocupación de estas cuevas. (ALTUNA ET ALII 1995, ficha
nº 596).
El utillaje óseo va creciendo en frecuencia y grado de elaboración a lo
largo del Paleolítico Superior. Así se aprecia por ejemplo en Aitzbitarte IV
donde los niveles más antiguos apenas aportan industria ósea hasta que en los
niveles solutrenses encontramos un fragmento de bastón perforado junto a
punzones, agujas, biseles y retocadores-compresores; y ya en el Magdaleniense,
cuando en general se aprecia un desarrollo especialmente intenso del utillaje
óseo, destaca la aparición de un nuevo útil, muy relacionado con los cambios
que observamos en las prácticas subsistenciales. Nos referimos al arpón, cuya
presencia se detecta en Aitzbitarte IV, en el nivel adscrito al magdaleniense
final (ALTUNA ET ALII 1995, ficha nº 596).
Tanto la caza y la recolección como la búsqueda de materias primas para la
fabricación de instrumentos u objetos de adorno exigirían a los habitantes del
entorno de Aitzbitarte cierta movilidad en un radio difícil de precisar.
Teniendo en cuenta la existencia de restos de malacofauna marina entre los
residuos que dejaron en las cuevas de Aitzbitarte, se deduce lógicamente que en
sus desplazamientos se acercaban hacia el litoral para llevar a cabo esas
actividades de marisqueo, quizá en las aguas tranquilas de los estuarios que
presumiblemente formaban las desembocaduras del Urumea o el Oiartzun, que no
olvidemos, se encontraban más alejadas en aquella época de la línea que forma
la costa actual.
El final del Pleistoceno y la consiguiente transición hacia el Holoceno
provocaron lentas pero sustanciales tranformaciones en las condiciones
medioambientales que hasta entonces habían marcado los modos de vida de los
grupos humanos paleolíticos. A partir del Tardiglaciar, la transición hacia el
clima actual se caracteriza por la tendencia hacia temperaturas medias y
precipitaciones más elevadas. El cambio climático propició la elevación
general del nivel de las aguas marinas debida al deshielo del casquete glaciar
que cubría el norte y centro de Europa y los mayores aportes de las aguas
continentales. Nos podemos hacer una idea de la magnitud de los cambios operados
en la delineación de la costa atlántica europea si tenemos en cuenta por
ejemplo que será a partir de estos momentos cuando las aguas del mar invadan y
conformen lo que actualmente es el Canal de la Mancha, dando lugar al carácter
insular de las tierras británicas, hasta entonces continentales.
En el caso de la costa cantábrica los estudios realizados hasta el momento
sobre la evolución de la línea de costa no permiten todavía un conocimiento
muy preciso de las modificaciones operadas. La tendencia a la elevación del
nivel del mar ha sido evidenciada pero no parece que se pueda caracterizar como
un ascenso continuado, ya que se han constatado oscilaciones de mayor o menor
amplitud (CEARRETA, EDESO, UGARTE 1992, p. 87-90).
En lo que se refiere al paisaje vegetal, si para el Pleistoceno superior
hemos de imaginar un paisaje abierto con escasas formaciones arbóreas, a partir
del tardiglaciar el bosque caducifolio comienza a ganar terreno progresivamente
(ISTURIZ, SANCHEZ 1990 p. 281). Esta transformación del paisaje vegetal afecta
evidentemente tanto a la subsistencia del hombre como a la del resto de especies
animales, suponiendo la extinción o el desplazamiento hacia latitudes más
septentrionales de las especies incapaces de adaptarse a las nuevas condiciones,
al mismo tiempo que la llegada y extensión de otras que encuentran aquí su
medio ideal, como es el caso del jabalí. De la misma forma, la mayor proximidad
del litoral marino justifica en parte la mayor importancia del marisqueo como
práctica subsistencial a partir del Magdaleniense final y especialmente durante
el Epipaleolítico (IMAZ 1990, p. 274).
En cualquier caso, las estrategias subsistenciales basadas en la caza y la
recolección perduraron en el País Vasco atlántico hasta por lo menos la
segunda mitad del IV Milenio a. C. (ARMENDARIZ 1997, p. 25). Pero con la
introducción de la agricultura y la ganadería, la caza y la recolección
fueron perdieron importancia pasando a ocupar un lugar cada vez más secundario
en la dieta alimenticia de las poblaciones prehistóricas.
Hace 5.000 años: Los primeros agricultores y ganaderos.
El Neolítico se suele identificar en el registro arqueológico por la
aparición de evidencias materiales de prácticas agrícolas y ganaderas, así
como por la presencia de la cerámica y la técnica del pulimentado para la
fabricación de útiles líticos. Sin embargo, la mera constatación de la
presencia de cerámica en un yacimiento no tiene por qué significar que sus
portadores conocieran o practicaran la agricultura o la ganadería, y de hecho
esto es lo que el registro arqueológico viene constatando en buena parte de
Europa, especialmente en su fachada atlántica.
Teniendo en cuenta que las primeras evidencias de agricultura y
domesticación se han localizado en el Próximo Oriente Asiático y datan
aproximadamente del 7000 a. C., se puede decir que la Europa atlántica y dentro
de ella la fachada cantábrica peninsular se incorporan con cierto retraso al
proceso general de neolitización. De hecho, la caza y la recolección siguieron
practicándose simultáneamente con la agricultura y la ganadería durante
bastante tiempo, de modo que el desplazamiento definitivo de las primeras por
las segundas como fuente principal de recursos debió de darse a partir del III
Milenio a. C., es decir, en pleno Calcolítico, período con el que se inaugura
la denominada Edad de los Metales.
Los más antiguos indicios explícitos de prácticas productoras de alimentos
cercanas al bajo Urumea se han hallado en la cueva de Marizulo, en Urnieta. La
excavación de este yacimiento permitió descubrir los restos de un hombre joven
inhumado junto a un perro y un cordero en un nivel arqueológico datado en torno
a mediados del IV milenio a. C.(ALTUNA 1980, p. 18-19).
Es precisamente la ganadería y en concreto el pastoreo trashumante la
actividad principal que tradicionalmente se ha atribuido a los constructores de
megalitos de la vertiente cantábrica. Esta caracterización económica se apoya
fundamentalmente en la coincidencia de la situación de los monumentos con la de
las tradicionales rutas de pastoreo trashumante que recorren la distancia entre
los pastos invernizos próximos al litoral y los pastos de verano en las sierras
de Aitzgorri y Aralar. Sin embargo, actualmente no todos los especialistas se
muestran totalmente de acuerdo con esta hipótesis, ya que en su opinión el
pastoreo trashumante no es posible si no es como actividad especializada dentro
de una sociedad agrícola compleja (ANDRES 1990, p. 148-150).
En cualquier caso, hoy por hoy no disponemos de datos suficientes sobre la
importancia de la agricultura que presumiblemente con mayor o menor intensidad
también debieron practicar estos constructores de megalitos. Es de esperar que
en los próximos años la mayor atención que los arqueólogos prestan
actualmente a la recuperación de restos susceptibles de estudio arqueobotánico
permita contar con bases empíricas más sólidas a partir de las cuales se
pueda precisar y ponderar la importancia relativa de la agricultura y la
ganadería en el marco de las estrategias subsistenciales de las primeras
comunidades productoras cantábricas.
El desarrollo tanto de la agricultura como de la ganadería hubo de conllevar
el clareo de los bosques mediante tala y/o rozas, así como desmontes para la
preparación de zonas de cultivo y terrenos de pasto. Los hallazgos de útiles
destinados a este tipo de actividades, como por ejemplo un hacha pulida hallada
fortuitamente en los terrenos del depósito de aguas de Putzueta en Txoritokieta
(ARKEOIKUSKA 94, pág. 254-255), constituyen un modesto testimonio material de
los esfuerzos de aquellas gentes por abrir espacios para la roturación y el
pasto, así como para la construcción de moradas, cuyos vestigios hoy por hoy
permanecen ocultas a los ojos de los arqueólogos.
Suponemos que estas viviendas debían de ser modestas cabañas construidas
con materiales perecederos, como la madera, con suelos apisonados o
semiexcavados en la roca, aprovechando allí donde era factible la roca del
lugar, no lejos de las zonas de cultivo o los pastizales. Desgraciadamente, este
tipo de hábitat resulta muy difícil de detectar por el arqueólogo ya que el
paso del tiempo se encarga de ocultar, cuando no de destruir las endebles
huellas de su existencia.
Pero la dificultad para localizar yacimientos de habitación al aire libre,
que sin duda en alguna parte hubieron de existir, hace que el aspecto mejor
conocido del Neolítico y el Calcolítico en nuestro entorno sea el
correspondiente a las prácticas funerarias de estas poblaciones, y en concreto,
sus lugares de enterramiento, es decir, los monumentos megalíticos.
En el actual término municipal de Donostia-San Sebastián y sus aledaños se
localizan varias estaciones megalíticas de diversa importancia. Su
descubrimiento es relativamente reciente, de fines de los 70 y sobre todo
primeros años 80. Sin embargo, de la mayoría de ellos sólo conocemos sus
restos emergentes en superficie. Es por ello que la datación genérica de estos
monumentos, entre el final de Neolítico y el inicio de la Edad del Bronce para
los dólmenes y túmulos, y en la Edad del Hierro para los monolitos y círculos
de piedras (conocidos habitualmente como menhires y crónlech respectivamente, si
bien no son los términos más apropiados) haya de ser considerada como
hipotética y provisional, a falta de excavaciones que permitan contrastar su
verosimilitud en cada uno de los casos.
Nos detendremos siquiera someramente a señalar los aspectos más destacables
de las informaciones disponibles hasta el momento sobre estos monumentos
centrándonos en primer lugar en los monumentos que a priori se pueden datar con
anterioridad a la Edad del Hierro. Nos basaremos para ello principalmente en las
informaciones que nos ofrece el volumen de la Carta Arqueológica de Guipúzcoa
dedicado a este tipo de monumentos (ALTUNA ET ALII 1990).
En los aledaños de la cima de Igeldo-Mendizorrotz se concentran una serie de
monumentos de diferentes tipos: dólmenes, túmulos y cromlech. Constituyen la
estación megalítica de Igeldo. Todos ellos se han descubierto en un breve
período de tiempo, entre 1981 y 1984, pero ninguno de ellos ha sido excavado.
Se sitúan más o menos agrupados: los túmulos en el sector más occidental del
cordal, en los términos municipales de Orio y Usúrbil, más al noreste, ya en
el término municipal de Donostia-San Sebastián se encuentran los dólmenes de
Mendizorrotz II, Iturrieta y Arrobizar; y entre unos y otros se encuentran los
círculos o cromlech de Aitzazate I y Mendizorrotz I, en principio datables en
la edad del Hierro.
Desgraciadamente, por diferentes causas algunos de ellos se han visto
afectados en su conservación, e incluso uno de ellos, el dolmen de Mendizorrotz
II, quedó destruido en 1989 a consecuencia de trabajos de explanación para la
construcción de un chalet. De él no nos quedan más que los escasos y
dispersos materiales que investigadores de la Sociedad Aranzadi pudieron
rescatar tras un rastreo concienzudo de las tierras removidas una vez consumada
su destrucción: una punta de flecha, un pequeño raspador, varias lascas
retocadas y sin retocar. Estos objetos les han permitido datar el monumento
desaparecido en el Calcolítico, período también denominado Edad del Cobre o
Eneolítico, es decir, la fase de transición entre el Neolítico y la Edad del
Bronce. No es éste monumento el único afectado por la mano del hombre, ya que
el túmulo de Tontortxiki III se encuentra prácticamente arrasado, y en los
túmulos de Tontortxiki I y Tontortxiki II se puede apreciar un cráter central,
debido quizá a la búsqueda de objetos de valor alimentada por la vieja
tradición popular de la existencia de "tesoros" en estos monumentos.
En las laderas del monte Andatza han sido localizados 8 dolmenes y una cista,
ésta última de cronología no precisable. En concreto en el pertenecido de
Zubieta se encuentran tres dolmenes: Olaiko, Karramiolotz y Arkutxa. Los tres
fueron descubiertos en 1983, ninguno de ellos ha sido excavado.
La estación de Txoritokieta comprende un único dolmen, Aitzetako Txabala y
un monolito. El dolmen fue excavado en 1963 por J. M. Barandiarán, sin que se
recuperara material alguno. El monolito, situado en las cercanías del caserío
Floreaga, sirve actualmente de mojón de término o mugarri entre los términos
municipales de Astigarraga y Rentería. Su cronología resulta difícil de
determinar a falta de una excavación, pero posiblemente su presencia se remonta
a la época prehistórica.
La estación de Igoin-Akola se encuentra en el cordal que se extiende desde
Fagollaga (Hernani) hasta el arroyo de Landarbaso, donde contamos con una
importante concentración de monumentos: catorce dolmenes, un túmulo y un
monolito. En el pertenecido de Landarbaso, término municipal de Donostia-San
Sebastián, se ubican ocho dólmenes. Aunque algunos de ellos, fundamentalmente
los que se encuentran en el entorno de Epeleko, en Hernani, se conocen desde las
primeras décadas de este siglo, los localizados en las laderas de Landarbaso
han sido descubiertos a finales de los años 70 y sobre todo en los primeros
años 80. Sólo uno de ellos ha sido excavado, se trata del denominado
Landarbaso I.
La excavación de este monumento fue llevada a cabo en 1950 por T. Atauri, J.
Elósegi y M. Laborde. Bajo un túmulo de unos 10 m de diámetro se encontraba
la cámara de planta rectangular, formada por cuatro losas, bajo la cual se
descubrió la existencia de una pequeña fosa circular. Los materiales
recuperados por la excavación fueron escasos, constatación habitual en estos
monumentos megalíticos: una pequeña hacha pulida, y diversas piezas de sílex
tallado, entre las que destaca un microlito geométrico, junto con un recipiente
cerámico fragmentado de forma ovoidea, que muy posiblemente corresponde a una
intrusión muy posterior a la utilización del monumento como lugar de
enterramiento.
Hace 3.000 años: Los primeros poblados .
En torno al 800 a. C., a partir del final de la Edad del Bronce y con el
advenimiento de la Edad del Hierro, podemos contar con evidencias arqueológicas
claras de un poblamiento más o menos agrupado que podríamos calificar como
propio de comunidades de aldea.
Insistiendo en lo incipiente y provisional de las conclusiones a las que hoy
por hoy podemos llegar con las evidencias disponibles, podemos afirmar que la
Edad del Hierro en general supone cambios destacables con respecto a todo lo
anterior, especialmente tanto en lo que se refiere al poblamiento como a las
costumbre funerarias.
La mayor parte de los poblados guipuzcoanos conocidos hasta ahora se
encuentran en el espacio comprendido entre los valles del Oria y el Deba. Pero
en fechas recientes hemos podido confirmar la existencia de un nuevo poblado en
el Bajo Urumea en la cima de Santiagomendi (Astigarraga). Los trabajos de campo
realizados hasta el momento, consistentes en prospecciones con catas en 1993,
1994 y 1997 y una primera campaña de excavación en 1998, nos permiten proponer
una datación a caballo entre la Edad del Hierro y la época romana, más
concretamente altoimperial. Esta propuesta cronológica se basa en los diversos
tipo de cerámica recuperados hasta el momento y tiene bastante de provisional
en tanto no contemos con dataciones absolutas radiocarbónicas o de otro tipo (ARANZADIANA
97, p. 22-23).
Nuestros conocimientos sobre los modos de vida de las gentes que ocupaban
estos poblados van progresando a medida que avanzan las investigaciones de campo
y laboratorio. Con las informaciones disponibles hasta el momento podemos
señalar una serie de características propias de estas ocupaciones:
Su ubicación en lugares elevados de fácil defensa y amplio control visual.
La presencia en ellos de zonas aterrazadas y gruesos muros cuya finalidad
bien pudiera ser defensiva, pero no han de descartarse otras posibilidades.
La difícil conservación de sus estructuras de habitación debido muy
posiblemente a lo endeble de las construcciones. Sólo en el poblado de Intxur
se han localizado restos de cabañas con el suelo semiexcavado en la roca, cuyas
paredes debían de levantarse a base de postes de madera y adobe (ARKEOIKUSKA
93, p. 183-186).
Los estudios arqueobotánicos confirman la existencia de prácticas
agrícolas y ganaderas en el interior y los alrededores de estos poblados con un
sensible impacto en el paisaje vegetal circundante, afectado por acciones
deforestadoras que impidiendo la recuperación natural del bosque. Sabemos, por
ejemplo, que los habitantes del poblado de Intxur (Albistur- Tolosa) cultivaban
leguminosas y cereales (IRIARTE CHIAPUSSO 1997, p. 676). Por otra parte, aun
siendo presumibles, apenas contamos con evidencias de prácticas ganaderas pero
ello puede deberse a lo problemático de la conservación de restos óseos en
este y otros yacimientos debido a la acidez del terreno.
En cuanto a su cultura material, se puede decir que estas poblaciones
presentan enseres en general de factura simple y deudora en gran medida de
tradiciones anteriores. Ni siquiera abandonan completamente la piedra como
materia prima para la fabricación de instrumentos.
Sus recipientes cerámicos son elaborados a partir de técnicas muy
sencillas: se trata de recipientes con formas simples, hechos a mano, es decir,
no torneados. A veces presentan decoraciones plásticas, es decir, consistentes
en la aplicación de arcilla a sus paredes antes de su cocción. Los estudios
realizados sobre el tipo de arcillas empleadas y su preparación permiten
deducir la procedencia de las mismas, generalmente muy próxima a los poblados (OLAETXEA
1997, p. 120-128). Ello y en general la tecnología empleada sugiere que estos
productos son fabricados en un ámbito muy probablemente doméstico, no
tratándose tanto de una actividad especializada realizada a tiempo completo,
propia de sociedades complejas, sino más bien una actividad familiar y
complementaria destinada principalmente al autoconsumo.
En cuanto a las prácticas funerarias en este período final de la
prehistoria, en consonancia con lo que ocurre en el resto de Europa occidental,
se adopta la incineración como nuevo ritual frente a la perduración desde el
Neolítico de los enterramientos por inhumación colectiva en cuevas, dólmenes
y túmulos. La introducción del nuevo ritual se ha atribuido tradicionalmente
a invasiones de gentes de origen indoeuropeo que procedentes de Centroeuropa
habrían penetrado por el Pirineo Oriental y Occidental en la Península
Ibérica.
Pero los arqueólogos son conscientes desde hace tiempo de que la
correspondencia directa entre cultura material y etnia es muy difícil de
demostrar arqueológicamente, y los cambios en la cultura material pueden
deberse tanto a estímulos externos de variada índole, como invasiones o
intercambios de ideas y objetos, como a estímulos internos.
Sea cual fuere el factor o factores del cambio, internos o externos, lo
cierto es que las gentes afincadas en el Pirineo Occidental, y para ser más
precisos los habitantes del sector nororiental de Guipúzcoa, adoptaron la
incineración como ritual de enterramiento a partir del Bronce final, pero con
la peculiaridad de que sus restos incinerados, muy frecuentemente desprovistos
de ajuar o reducido éste al mínimo, se depositaban en el interior de ese
espacio más o menos circular delimitado por bloques de piedra, que
habitualmente denominamos como crónlech o "círculo de piedras", en
lugar de introducir sus cenizas en urnas cerámicas depositadas en pequeñas
fosas, como lo hacían por ejemplo al sur de la divisoria de aguas
cántabro-mediterránea.
Sin embargo, el cambio en el ritual no significó un cambio en el tipo de
emplazamiento de los enterramientos, ya que siguen eligiéndose los collados y
laderas donde anteriormente se habían erigido dólmenes y túmulos. Así se
constata, por ejemplo, en la estación megalítica de Igeldo-Mendizorrotz,.
donde los cronlech de Aitzazate I y Mendizorrotz I se intercalan entre dólmenes
y túmulos. Pero donde realmente es más intensa la presencia de los cromlech o
círculos de piedras es en la zona del monte Adarra y sus inmediaciones. Estos
parajes forman parte del cordal Onyi-Mandoegi, donde aparece casi exclusivamente
este tipo de monumentos con sus diversas variantes ( de los 21 monumentos
censados en esta estación por la Carta Arqueológica, 14 son cromlech, frente a
sólo 4 dólmenes, 1 monolito y 1 cista). Más al Este, en el entorno de
Oiartzun el cromlech es el unico tipo de monumento conocido (ALTUNA ET ALII
1990).
Llama especialmente la atención el hecho de que en cambio apenas conozcamos
evidencias de hábitat próximo en esta zona de intensa distribución de los
cromlech, y a la inversa, allí donde se han podido localizar poblados sin
embargo no se hayan localizado, al menos por el momento, evidencias funerarias
de las gentes que los habitaron. ¿Responde esta mutua exclusión a la
existencia de prácticas funerarias y modelos de asentamiento diferentes en una
y otra zona, o a lagunas de la investigación? Posiblemente es la primera
hipótesis la más verosímil, pero también es cierto que para demostrarla
habrá que esperar a los resultados de investigaciones todavía en curso.
4.1.2 LA EPOCA ANTIGUA
Pese a que para ninguno de los oppida várdulos mencionados por el escritor
Plinio Segundo en torno al 77 d.C. haya sido admitida una clara identificación
con la actual Donostia (BARANDIARAN 1973, p. 42), apenas nos caben dudas
actualmente de la existencia de un asentamiento de época romana en algún lugar
de la actual Parte Vieja o sus aledaños. Pero antes de exponer los indicios que
nos llevan a esta afirmación conviene que nos detengamos a analizar el contexto
histórico que los propicia y a fin de cuentas los explica.
Las fuentes escritas de época romana, y en concreto, la Geografía de
Estrabón escrita y corregida entre el 18 a.C. y el 7 d.C, nos proporciona el
testimonio más antiguo sobre los habitantes de las montañas del norte
peninsular. Su descripción nos los presenta como gentes rudas e incivilizadas (ESTRABON,
III, 3-7). Aunque esta imagen es ideológicamente sesgada y no se basa en un
conocimiento de primera mano de la realidad que pretende describir, sería
equivocado invalidar totalmente esta fuente, por cuanto la intencionalidad del
autor griego responde a la enorme distancia cultural que le separa a él y a los
receptores de sus informaciones de las gentes que pretende describir. Desde
luego, a juzgar por la evidencia arqueológica, los modos de vida de las gentes
que al menos a la llegada de Roma habitaban entre cántabros y vascones estaban
lejos de poder ser consideradas a los ojos de un personaje griego o romano como
civilizadas.
Al describir la rudeza y salvajismo de los habitantes de las montañas del
Norte peninsular, el geógrafo concluye elogiando la "acción
civilizadora" de las legiones instaladas por Augusto y Tiberio en este
territorio, gracias a las cuales estos pueblos han conseguido superar la
incomunicación y ahora conocen las formas de vida civilizadas.
Pero quizá Estrabón nos presenta un panorama demasiado optimista. La
confrontación de sus alabanzas con la realidad arqueológica revela, al menos
en el territorio cantábrico peninsular, la desigual intensidad y extensión de
las transformaciones operadas en las estructuras sociales, económicas y
culturales indígenas a lo largo de siglos de dominio romano. Más aún, si
aguzamos el enfoque hacia el territorio guipuzcoano, los contrastes resultan
todavía más nítidos.
La incidencia de la dominación romana tiene su reflejo más precoz y
explícito en el Bajo Bidasoa, a cuyas orillas surge un asentamiento que viene
identificándose como la Oiasso mencionada por Estrabón en época augústea.
Esta cronología se ve perfectamente corroborada por la datación en torno al
cambio de Era de los materiales cerámicos y numismáticos más antiguos,
procedentes del casco urbano de Irún y la zona minera de Peñas de Aia (ESTEBAN
1990, pp. 277-289, 379-381). Se trata, por tanto, de uno de los primeros
núcleos surgidos en la costa cantábrica, si no es el más antiguo.
Desde su creación poco antes del cambio de Era hasta la época flavia, el
enclave vascón debió de servir fundamentalmente a necesidades estratégicas,
funcionando como puesto de control a caballo entre dos regiones recientemente
sometidas, el territorio cantábrico y la Aquitania meridional. Ello nos
explicaría su posición como terminal de la vía que, discurriendo en su mayor
parte por el valle del Ebro, conectaba la fachada cantábrica oriental con
Tarraco, capital de la provincia Citerior Tarraconense, desde donde se
organizaba la ocupación y explotación de los territorios conquistados. Pero ni
las fuentes escritas, ni las fuentes arqueológicas nos ofrecen datos objetivos
como para considerar que la creación de Oiasso tuviera un eco inmediato ni
profundo en la realidad indígena.
Con el advenimiento de la dinastía flavia se produce un nítido punto de
inflexión en el proceso de implantación y transformación del territorio
peninsular. El turbulento final de la dinastía julio-claudia, con el suicidio
de Nerón y el desencadenamiento de una auténtica guerra por el poder imperial
se había saldado con la quiebra de la hacienda imperial. La llegada de
Vespasiano al poder tuvo como efecto inmediato una sistemática política de
drenaje de recursos económicos hacia Roma con el fin de sanear y revitalizar
las exhaustas arcas imperiales. Vespasiano y sus sucesores son los auténticos
artífices de la explotación sistemática e intensiva del potencial económico
del norte de Hispania, y como consecuencia, su transformación social y
cultural. Y los efectos de esta política se hacen notar especialmente en la
costa del Cantábrico oriental (ESTEBAN 1990, p. 355-358).
La costa cantábrica no había ofrecido hasta entonces grandes atractivos a
ls ojos de Roma. Pero la intensificación de la explotación económica de los
territorios septentrionales de Hispania va a estimular la navegación a lo largo
del litoral cantábrico y con ello va a surgir la necesidad de instalar
establecimientos en la misma que por un lado den servicio a las embarcaciones
proporcionándoles puntos de refugio y recalado, y al mismo tiempo funcionen
como puertos de entrada y salida de productos procedentes de su entorno
inmediato, o de zonas más alejadas. Esta actividad generará a su vez una
explotación más intensiva de los recursos potenciales situados en el entorno
de los asentamientos.
Desde este punto de vista, la posición del Bajo Urumea cobra un relativo
interés como potencial punto de apoyo a la Via Maris, ruta de navegación que
posibilita la circulación de bienes e ideas a lo largo de la costa cantábrica.
En este contexto hemos de insertar y explicar la aparición de toda una serie
de testimonios, escritos y arqueológicos; a veces simples indicios, de la nueva
dinámica de ocupación del litoral cantábrico, entre los que cuales se
encuentran los hallados en el entorno de la desembocadura del Urumea.
¿Un asentamiento al pie de Urgull?
Si tenemos en cuenta que el tráfico a lo largo de la Via Maris, es decir, la
ruta marítima que recorría el litoral atlántico desde Gades, requería una
red de puertos y puntos de refugio en la costa, no resulta descabellado pensar
que la desembocadura del Urumea fuera uno de ellos. La existencia de una
navegación de altura, reservada a los transportes de gran volumen con puertos
de salida y arribada en grandes puntos redistribuidores -como eran Gades,
Brigantium y Burdigala, es decir, Cádiz, A Coruña y Burdeos-, no era
incompatible con la existencia de circuitos a menor escala. De hecho, en una
zona donde las comunicaciones terrestres eran más bien dificultosas para el
trasiego de mercancías, la alternativa de las comunicaciones
marítimo-fluviales era infinitamente más ventajosa.
Las características geográficas de la costa cantábrica han propiciado que
históricamente los puntos más favorables para el recalado y fondeo de
embarcaciones hayan coincidido mayoritariamente con desembocaduras de cursos
fluviales, especialmente allí donde la desembocadura se configure como estuario
o ría, ofreciendo la posibilidad incluso de remontar el curso de la
desembocadura combinando así el tráfico marítimo con el fluvial (ESTEBAN
1990, p. 102-129).
La bahía de la Concha con la desembocadura del Urumea, navegable al menos
hasta las inmediaciones de Hernani, constituía un emplazamiento que reunía los
requisitos más favorables para el establecimiento de un asentamiento que
cumpliera esa doble función: facilitar la navegación ofreciendo refugio en una
amplia zona de fondeo y, al mismo tiempo, servir de puerto de entrada y salida
de productos aprovechando el curso del Urumea para dirigir los flujos de
intercambio entre la costa y el interior.
Los testimonios materiales que confirman esta hipótesis han venido aflorando
desde hace años en circunstancias diversas. Desgraciadamente, todos ellos han
sido localizados en contextos no primarios, es decir, desplazados de su lugar de
deposición original, lo que dificulta seriamente la interpretación histórica
de todos estos indicios, pero en absoluto han de ser desdeñados por esta
razón. Dado que buena parte de estos materiales están todavía en curso de
estudio para su publicación, nos limitaremos a exponer sucintamente las líneas
maestras de la lectura histórica de que de los mismos podemos hacer en estos
momentos.
Así, intentando obtener a través de todos ellos una información coherente
con el contexto histórico, podemos proponer siquiera a modo de hipótesis a
confirmar una mínima caracterización, si se quiere virtual, de este
asentamiento.
Comencemos en primer lugar por su ubicación. Los materiales de época romana
aparecidos hasta el momento se han localizado dispersos en un radio
relativamente amplio en torno a la Parte Vieja: en la bahía de la Concha
(ESTEBAN 1990, p. 173 y 296), en el subsuelo de las calles Esterlines y
Embeltrán (IZQUIERDO 1997, p. 408), el Mercado de la Brecha (LOPEZ COLOM ET
ALII 1997, p. 161) y la Alameda del Boulevard (información oral que agradecemos
a M. Ayerbe y C. Fernández responsables de la excavación). Si excluímos los
hallazgos de la Bahía de la Concha, la localización del resto de los indicios
invita a considerar el subsuelo de la Parte Vieja como el emplazamiento más
probable para un pequeño núcleo de población, al pie del monte Urgull sobre
uno de los extremos del tómbolo que apenas separaba la bahía de la
desembocadura del Urumea.
Pasemos ahora a considerar el marco cronológico en que se pareció
desarrollarse la actividad de este asentamiento:
La datación de los materiales más expresivos en este sentido nos permite
remontar su aparición a la época flavia, es decir, el último cuarto del siglo
I d. C., fechas a las que cabe adscribir el pequeño fragmento cerámico de
Terra Sigillata hispánica hallado en la calle Embeltrán, en un relleno de
época moderna junto a la muralla medieval (IZQUIERDO 1997, p. 396). Esta
cronología concuerda perfectamente con la de buena parte de los
establecimientos costeros del Cantábrico (FERNANDEZ OCHOA, MORILLO CERDAN 1994,
p. 179).
En lo concerniente al final del asentamiento, los materiales son poco
expresivos, a excepción de una moneda muy deteriorada pero con muchas
probabilidades de ser tardía, hallada igualmente en la calle Embeltrán
(información oral que hemos de agradecer a M. Ayerbe y A. I. Echevarria). Las
cerámicas comunes halladas en el mismo lugar y no lejos de allí, a raíz del
control arqueológico de las obras de remodelación del antiguo Palacio Collado,
en la calle Esterlines, nos remiten con mucha probabilidad pero no total certeza
a la época tardía, a los siglos III o IV (IZQUIERDO 1997, p. 408).
En cuanto al tipo de actividad que sustentaba la existencia del
establecimiento, ya ha quedado sobradamente enunciada su vocación como pequeño
centro redistribuidor a escala local. Por un lado, sería lugar de recepción de
mercancías transportadas por vía marítima desde otros puntos del Cantábrico,
como la cercana Oiasso u otros más alejados como Flaviobriga (Castro Urdiales),
y por otro lado, facilitaría el embarque hacia esos mismos puntos de los
diversos productos procedentes de su hinterland, especialmente aguas arriba del
Urumea. Al mismo tiempo, este asentamiento podía ser un punto de apoyo más a
la navegación de cabotaje por el Cantábrico, ofreciendo su bahía como lugar
de refugio cuando la mar se ponía difícil, o simplemente asegurando el
suministro de agua, víveres o repuestos requeridos por las embarcaciones que
surcaban las difíciles aguas cantábricas.
Con las informaciones disponibles actualmente no es posible trazar un cuadro
más preciso acerca de la extensión, los ritmos y la proyección económica de
este establecimiento. Para ello harían falta más datos, y en especial nuevos
hallazgos que permitan delimitar mejor su ubicación precisa, extensión y
organización de la zona habitada.
Queda por último, y ello nos sirve para concluir nuestra contribución y
enlazar con el período altomedieval, preguntarse por la continuidad de esta
ocupación de época romana más allá de la época tardía.
El Cronicón de Hidacio menciona el saqueo por los hérulos de las costas
várdulas en el año 456 a su regreso de una expedición que les había llevado
hasta la costa gallega. ¿Podría incluirse entre los núcleos asolados el que
nos ocupa? Es una posibilidad no descartable ya que sabemos que otros núcleos
costeros cantábricos perduraban con mayor o menor prosperidad en estas fechas (FERNANDEZ
OCHOA, MORILLO CERDAN 1994, p. 190), y desde luego, algún atractivo debía
quedar en ellos para que la expedición hérula los asolase.
Otro indicio a considerar en favor de cierta continuidad, no tanto física
sino más bien prendida en la memoria histórica, se halla en el controvertido y
no menos conocido documento apócrifo que recoge la donación del monasterio de
San Sebastián al monasterio de San Salvador de Leire. En él se atribuye a
Sancho el Mayor la inclusión entre los bienes donados de illam villam quam
antiqui dicebant Yzurum. No cabe duda a los medievalistas de la falsedad del
documento, que podría haber sido redactado fines del siglo XII, pero en
opinión de algunos no se puede descartar una fundación del monasterio de San
Sebastián en el Antiguo en los primeros años del siglo XI y su posterior
donación al monasterio legerense por Sancho IV a mediados del mismo siglo
(BARRENA 1989, p. 250). La incógnita que se nos plantea y quizá algún día se
pueda despejar es la siguiente: ¿A qué antiqui se refiere el autor del
documento? o lo que casi es lo mismo, ¿era acaso Yzurum el nombre que habían
dado al asentamiento sus pobladores en época romana o tardoantigua?
1 Hemos de manifestar desde aquí nuestra deuda científica para con todas
aquellas personas e instituciones cuya labor a lo largo de años ha hecho
posible que contemos con los datos arqueológicos en los que se ha apoyado esta
contribución. Sería imperdonable no mencionar de entre ellos siquiera a los
compañeros de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, y en especial a los que desde
sus secciones de Arqueología Prehistórica e Histórica se han venido ocupando
del patrimonio arqueológico guipuzcoano.
2 En su obra "La vida civil y mercantil de los vascos a través de sus
instituciones jurídicas" San Sebastián 1923
3 Según la investigación de Jesús María de Leizaola: Descubrimiento de un
traslado autorizado del Fuero de San Sebastián, extendido el año 1474. Notas
acerca de la troncalidad en Gipuzkoa. - En: Yakintza, 1935, pags. 43-47